sábado, 24 de mayo de 2014

Logocentrismo. El populismo se centra en la palabra. El problema es tomar esa palabra como la realidad tal como la piensa la politica, dice Waisbord.

Luces y sombras de los populismos discursivos

Sociología política. En su ensayo “Vox populista. Medios, periodismo y democracia”, Silvio Waisbord analiza el papel de las retóricas populistas.

Silvio Waisbord –académico argentino radicado en los Estados Unidos– se ha dedicado en su libro Vox Populista. Medios, periodismo, democracia(Gedisa) a analizar la relación de los populismos latinoamericanos con los medios. Allí aborda la problemática de forma medida y rigurosa más allá de la “cacofonía conceptual” que caracteriza el discurso político, público y periodístico de estos tiempos. Para Waisbord el populismo “es un híbrido que no encaja en las categorías y divisiones clásicas del pensamiento occidental” y enfatiza, a través de todo el libro, que “el populismo suscribe una visión estatista sobre la relación entre política, medios y periodismo en función de una lógica de construcción de poder”.

En su última visita a Buenos Aires habló de este ensayo y también se refirió a una problématica que se presenta en contextos como el argentino, donde hay divisiones muy tajantes en la sociedad. Subrayó: “Yo me planto fuera de los dos bandos, en un lugar de duda frente a los dogmas. No es mi posición natural, pero es la posición más interesante para examinar diferentes argumentos cotejados alrededor de los medios y tratar de encontrar fortalezas y debilidades en ambas posiciones y de allí extraer ideas que no entran, estrictamente, ni en una o en la otra. Soy crítico sobre el papel del populismo con los medios de comunicación, aunque reconozco que tiene algunas virtudes a pesar de sus defectos. Entonces no soy imparcial y no es un balance equitativo”.

–Usted señala una de las contradicciones del populismo con esta pregunta: ¿Cómo puede simultáneamente creer en el pueblo, como depositario de la verdad colectiva, junto con una visión condescendiente del pueblo, como sujeto manipulado por los medios? ¿Hay quién le haya objetado esta idea?

–Seguramente disentirán. Pero para mí es una actitud no solamente contradictoria, sino también paternalista. Sostener al pueblo como fuente de la verdad por un lado, y por el otro sentir que es engañado por los medios. Puedes pensar una cosa o la otra, pero no las dos cosas. Salvo que pienses en la idea más marxista de la concientizacion de las masas. El populismo roba algo de esto: que nosotros vamos a concientizar las masas, pero por otro lado las masas saben lo que es bueno para ellos y al mismo tiempo culpamos a los medios de lavarle el cerebro... El tema es que el argumento populista asume al “sujeto popular” como un sujeto preexistente. El pueblo existe antes de la política.

–¿Por qué los populismos latinoamericanos comparten una demonización de los Estados Unidos?
–Para mí es más retórico que otra cosa. El caso emblemático sería Chavez. El chavismo tiene mucho de antiamericanismo pero en la industria del petróleo Chávez no prescindió de las compañias estadounidenses. Algo similar ha ocurrido en Ecuador con Correa y en Argentina con este gobierno. El populismo lo que tiene es un logocentrismo. Se centra en la palabra. El problema es tomar esa palabra como la realidad. Hay una tradición en la comunicación muy fuerte que sugiere eso: que la palabra es una reflexión de la realidad. Es una falacia. Desde la filosofía del lenguaje hasta el desconstruccionismo indican justamente esto: que el lenguaje es vacío, ambiguo, engañoso. Pero el populismo es un fenómeno discursivo. El populismo le da entidad a estos discursos y después se toman como si existieran realmente. Son construcciones.

–¿Eso termina siendo una trampa para el populismo?
–La política es una construcción de la realidad. El problema es creer que esa realidad existe tal como la piensa la política. Más allá que sea de izquierda o de derecha. La tarea es ver la realidad como es, para compararla con la que cuenta la política. El argumento de este libro no solo se aplica al populismo sino a la política en general. Porque a la política no le interesa una construcción “imparcial” de la realidad. No. La política es cotejar, discutir e imponer cierta interpretación de la realidad. La política fue posmoderna antes que existiera el posmodernismo. En el sentido de que la realidad no existe. Lo que existe es lo que yo te digo que existe.

-¿Qué reflexiones espera que surjan a partir de este libro?
–Que la gente cuestione sus verdades y sus convicciones sobre estos temas. Mi idea es tratar de punzar dogmas; no cambiar ideas, sino reflexionar en una forma crítica. El populismo funciona para que la política se ubique en un lugar de antagonismos exacerbados. Allí está mi disenso fundamental con el populismo. Porque esa política no es sostenible en una democracia. Porque la democracia asume la necesidad de ciertos consensos de las diferencias. El tema es, entonces, cómo se construye, cómo se respeta, cómo se reconoce la diferencia, al mismo tiempo que hay espacio para la creación del consenso y del diálogo que necesita toda democracia.

–En el libro concede que algunas de las críticas del populismo a la prensa son válidas.
–El populismo dice lo que rara vez se ha dicho, es decir, cómo trabaja el periodismo, en qué condiciones, a quién responde. Hay temas, como el de la propiedad de los medios, que el populismo expone y que a otras fuerzas políticas, por diferentes razones, les ha costado mucho más. Eso hay que reconocerlo. El problema es que lo habla desde una perspectiva estrechamente política y con objetivos muy pequeños. Hay luces y sombras.

–¿Cuál sería su respuesta a una persona que le dice que no tiene derecho de criticar al populismo argentino y latinoamericano porque usted reside en los Estados Unidos?
–Hay ciertos temas sobre los cuales, viviendo afuera, no se puede opinar o no se puede escribir –por más que se tengan datos–, porque te pone en una posición difícil. Pero de otros temas, como los que toco en este libro, sí se puede. Hablar de la cotidianeidad argentina sería hipócrita de mi parte. Pero puedo hablar sobre cómo evalúo yo ciertas decisiones de políticas de comunicación de medios.

–Para cerrar, ¿cómo ven sus colegas politólogos a la Argentina?
–No es un tema. América Latina no es una prioridad ni un tema de discusión intensa porque no entra en ninguna de las prioridades actuales de los Estados Unidos. En las ciencias políticas creo que siempre se tiende a considerar los casos extremos o ruidosos. Y dentro de los populismos, el caso argentino es menos ruidoso que otros.

Fuente: Revista Ñ (El Clarín). 20 de mayo del 2014.

domingo, 9 de marzo de 2014

Democratización de la democracia. La democracia como tarea permanente.


La democratización de la democracia

La que se considera la mejor forma de organización social no puede quedar reducida a la cita en las urnas. Es una tarea que obliga a pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes.

Ramin Jahanbegloo (Filósofo iraní)

Se ha vuelto habitual en el discurso político convencional de nuestros días considerar que la democracia es una forma superior de organización política de nuestro mundo. Pero esa aceptación universal de la democracia se apoya en unos valores sobre los que no existe unanimidad.
 
Aunque la palabra democracia contiene en sí misma la idea de un demos que gobierna, existen muchas discrepancias sobre la forma de definir y presentar ese demos. Por tanto, no podemos pretender que para tener una definición precisa de la democracia baste con decir que es el gobierno del pueblo. Democracia es una palabra que se refiere al ejercicio del poder del pueblo sobre el pueblo. Sin embargo, si preguntamos quién gobierna en las democracias actuales, la respuesta sería: quienes ocupan una posición de autoridad sobre una comunidad política. Con semejante análisis, deberíamos distinguir entre democracia como Gobierno del pueblo y liberalismo como Gobierno de los oligarcas liberales. ¿Y en ese caso, qué significado tiene democracia en contraposición a liberalismo?
 
Podemos definir la democracia como la actividad colectiva, explícita y responsable de unos ciudadanos cuyo propósito es instituir unas condiciones de igualdad para que todos ellos puedan participar y tomar decisiones. El liberalismo, por el contrario, es la esfera política que permite que adquieran poder y se enriquezcan unos representantes y responsables políticos adscritos a unos valores liberales y capaces de perpetuar su modelo de autoridad por el bien de su propia protección social.
 
La concepción liberal de democracia se basa en la idea de libertad negativa que Isaiah Berlin describe como la respuesta a la pregunta “¿Cuál es el ámbito en el que se deja o se debe dejar al sujeto (que puede ser un individuo o un grupo de individuos) que haga o sea lo que es capaz de hacer o ser, sin interferencia de otras personas?”. Sin embargo, la concepción transformadora de la democracia se centra más en la política como forma cooperativa de vida y subraya la necesidad de acción pública. Por consiguiente, podemos dar una definición más precisa de democracia en relación con la acción pública, es decir, una acción emprendida por los ciudadanos y que pretende tener consecuencias cívicas.

De lo que se trata sobre todo es de afianzar la “sociedad civil” frente a las “elecciones”

Los liberales, a menudo, se mantienen al margen de la idea de una acción pública de los ciudadanos; en cambio, la concepción transformadora de la democracia no pueden dejar de subrayarla. En el ámbito de la democracia, hablar de deliberación y transformación es hablar de toma de decisiones y del acto de elegir por parte de los ciudadanos. Por eso, la democracia exige que partamos de un concepto de ciudadanía que incorpore los aspectos éticos y ontológicos de la idea de sociedad civil.
 
Como consecuencia, cualquier teoría democrática debe organizarse en torno al concepto de “sociedad civil”, y no necesariamente de “elecciones”. La sociedad civil ayuda a la democracia a encontrar en sí misma un ethos de libertad a través de las prácticas explícitas y transparentes de asociaciones e instituciones como clubes, organizaciones comunitarias, iglesias, etcétera, por lo que tiene una tendencia al pluralismo y la diversidad que permite aproximarse a una virtud cívica democrática. En otras palabras, para quienes aspiran a consolidar el espíritu de la virtud democrática, la sociedad civil parece el punto de partida perfecto.
 
Como consecuencia, el problema fundamental de la teoría democrática está relacionado con dos factores: por un lado, la legitimidad de la toma de decisiones colectiva, y por otro, el proceso democrático de control de la violencia en las esferas social y política. Aun teniendo esto en cuenta, por muy liberal que sea un Gobierno, sean cuales sean en teoría sus objetivos liberales, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.
 
Las teorías de la democracia, en general, no están interesadas en recurrir a la no violencia como parámetro de decisión y actuación política. El perfil clásico de la teoría democrática liberal es conocido: la distinción entre dos esferas, la “pública” y la “privada”, o la distinción entre dos concepciones de libertad (negativa y positiva). Ahora bien, debería añadirse un principio normativo que ofrezca una diferenciación razonablemente precisa entre la autolimitación no violenta de la democracia y la delimitación violenta del poder democrático. Lo que aquí se sugiere es una especie de armonía democrática entre una serie de derechos sustantivos que forman parte esencial del proceso democrático y una autolimitación no violenta de la democracia. Desde luego, la conclusión puede ser que siempre es posible proteger una forma de Gobierno democrática contra sí misma por medios no violentos. Y, por tanto, el proceso de toma de decisiones colectiva debe atenerse a los principios democráticos de la no violencia.
 
Gandhi es un pensador político que presenta la idea de soberanía compartida como principio regulador de la democracia y, al mismo tiempo, como garantía de que existen formas de limitar el ejercicio abusivo del poder político. La soberanía compartida es un principio que solo tiene significado si incluye la referencia a la idea de responsabilidad.

Por muy liberal que sea un Gobierno, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.

La novedad fundamental que se encuentra en el enfoque que da el debate gandhiano a esta cuestión es que abandona la sempiterna noción de que las decisiones políticas derivan de la primacía de lo político para adoptar la idea de la superioridad de lo ético, hasta tal punto que la búsqueda de una vida moral le da a Gandhi un argumento en favor de la responsabilidad de los ciudadanos. De manera que lo que Gandhi cuestiona del Estado moderno no es solo la base de su legitimidad, sino su misma razón de existir.
 
El principio gandhiano de no violencia constituye, pues, una forma de poner en tela de juicio la violencia intrínsecamente asociada a los fundamentos de un orden soberano. La crítica que hace Gandhi de la política moderna le empuja a elaborar una concepción de lo político que no encuentra su máxima expresión ni en la “secularización de la política” ni en la “politización de la religión”, sino en la “ética de la solidaridad, que se enmarca en un contexto triangular de ética, política y religión. Este momento gandhiano en la política lleva sin duda a la posibilidad de una síntesis entre los dos conceptos de autonomía individual y acción no violenta. Y en ella podemos ver el auténtico giro a una nueva teoría democrática.
 
Durante el último medio siglo, la no violencia y la negociación han sido las características que han distinguido a las transiciones políticas a la democracia y los movimientos democráticos que han triunfado en todo el mundo.
 
Por eso la democracia no es nunca algo hecho. Es una tarea. Por eso la democracia no es ni la urna ni el partido en el poder. Es la capacidad política de la gente de ir a las urnas y pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes. Solo si estamos convencidos de esta realidad podremos cambiar la democracia para que deje de ser una palabra hueca en nuestro discurso público y se convierta en el marco en el que sea posible consumar una vida política completa, capaz de sacar el máximo fruto de nuestro potencial y nuestra creatividad como seres humanos.

Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.

 Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
 
Fuente: Diario El País. 06 de marzo del 2014.

domingo, 2 de marzo de 2014

La época postdemocrática. Participación cívica sin organización política.


Democracia sin política

Los que critican o protestan no tienen necesariamente razón ni el espacio público se reduce a una agregación apolítica de preferencias. Alguien tiene que ordenar y gestionar las demandas de la sociedad abierta.

Daniel Innerarity (Catedrático de Filosofía Política y Social)

La narrativa dominante asegura que vivimos en una época postdemocrática. Esta denuncia se declina de diversas maneras: como primacía de los Ejecutivos frente a los Parlamentos, como distanciamiento de las élites respecto de los gobernados, como desplazamiento de los partidos hacia un centro que hace imposible las alternativas, como desconsideración de lo que realmente quiere la sociedad... Yo no lo veo así, ya lo siento. ¿No será que tenemos, más bien, una democracia abierta y una política endeble? La democracia es un espacio abierto donde, en principio, cualquiera puede hacer valer su opinión, que posibilita mil formas de presión, e incluso tenemos la posibilidad de echar a los Gobiernos. Esto funciona relativamente bien. En nuestras sociedades democráticas no faltan espacios abiertos de influencia y movilización, redes sociales, movimientos de protesta, manifestaciones, posibilidades de intervención y bloqueo.
 
Lo que no va tan bien es la política, es decir, la posibilidad de convertir esa amalgama plural de fuerzas en proyectos y transformaciones políticas, dar cauce y coherencia política a esas expresiones populares y configurar el espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice. Algo tiene que ver con esto el hecho de que para quienes actúan políticamente cada vez sea más difícil formular agendas alternativas. Estamos en una era postpolítica, de democracia sin política. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.
 
Dicen los expertos que el retroceso de la participación electoral no viene acompañado por una falta de desinterés hacia el espacio público. La ciudadanía huye de las formas clásicas de organización, lo que es compatible con crecientes modalidades de compromiso individual, un activismo que no está ideológicamente articulado en un marco ideológico que le proporcione coherencia y totalidad, como podía ser el caso de las tradicionales ideologías omnicomprensivas.

Tenemos una sociedad irritada y un sistema agitado, cuya interacción apenas produce algo.

El espacio digital ha abierto nuevas posibilidades de activismo político. Plataformas de movilización en torno a causas concretas —como Change o Avaaz— permiten ejercer un clicktivism concreto a favor de buenas causas que contrasta con las adscripciones ideológicas abstractas, objeto de una general incredulidad. Para amplios sectores de la población, la realidad representada por los partidos jerárquicos ya no resulta atractiva, mientras que la cultura virtual de la Red les permite articular cómodamente sus disposiciones políticas fluidas e intermitentes, e incluso situarse off line en cualquier momento.
 
No faltan tampoco ejemplos de activismo y “soberanía negativa” en el espacio físico, ahora también vinculados a la movilización digital: manifestaciones y performances que obtuvieron una cierta celebridad, como los foros alternativos con motivo de las cumbres mundiales; Occupy Wall Street, todo el movimiento en torno al 15-M, las plataformas contra los deshaucios, la paralización de la privatización de la sanidad en Madrid, la intervención de las acusaciones particulares en los procesos judiciales, la resistencia exitosa contra ciertas obras públicas e infraestructuras: desde Burgos hasta Stuttgart pasando por Nantes…
 
No pongo en cuestión la bondad de estas actuaciones de resistencia cívica o campañas on line; me limito a señalar que al no inscribirse en ningún marco político que les dé coherencia, pueden dar a entender que la buena política es una mera adición de conquistas sociales. No funciona la articulación de las demandas sociales en programas coherentes que compitan en una esfera pública de calidad; en definitiva, falla la construcción política e institucional de la democracia más allá de la emoción del momento, de la presión inmediata y la atención mediática.
 
A quien reivindica algo que le parece justo no tenemos por qué exigirle que lo acompañe de un programa político completo y una memoria económica, por supuesto. Pero el espacio público no se reduce a la mera agregación apolítica de preferencias incoherentes, agrupadas como si no hubiera ninguna prioridad entre ellas e incluso ciertas incompatibilidades. Alguien se debería ocupar de ordenar esas reivindicaciones con criterios políticos y gestionar democráticamente su posible incompatibilidad. Pero, ¿hay alguien ahí? Si la política (y los tan denostados partidos) sirve para algo es precisamente para integrar con una cierta coherencia y autorización democrática las múltiples demandas que surgen continuamente en el espacio de una sociedad abierta. Se bloquea la construcción de infraestructuras, que seguramente no deberían hacerse, o no de ese modo, pero seguimos sin saber qué debería hacerse en materia de infraestructuras; detenemos los desahucios —porque podíamos y debíamos hacerlo— pero eso no sirve sin más para incentivar el crédito y hacer una política de vivienda más justa; podemos parar la privatización de los hospitales públicos, pero eso no determina qué tipo de política sanitaria debe hacerse. La política cuya presencia echo en falta es la que comienza cuando se terminan las buenas razones de la sociedad, donde se acaba la tarea del soberano negativo y comienza la responsabilidad del soberano positivo.

Los sectores duros de los partidos dificultan reformas que requieren pactos con adversarios.

Al hecho de que las demandas sociales estén desarticuladas se añade la circunstancia de que tales reivindicaciones son plurales, lógicamente, y en ocasiones incompatibles o contradictorias: unos quieren más impuestos y otros menos, unos software libre y otros protección de la intimidad y la propiedad, a unos les preocupa que haya menos libertades y a otros que haya demasiados emigrantes… Sin una valoración política es difícil saber cuándo se trata del bloqueo de reformas necesarias o de una protesta frente al abuso de los representantes. La protesta contra ciertas infraestructuras puede estar motivada por razones ecológicas, pero también por otras menos confesables como el célebre Not In My Back Yard (no en mi patio trasero) o por sentimientos xenófobos si lo que se va a construir es una mezquita. En cualquier caso, a quienes tienden a celebrar la espontaneidad social conviene recordarles que la sociedad no es el reino de las buenas intenciones. La legitimidad de la sociedad para criticar a sus representantes no quiere decir que quienes critican o protestan tengan necesariamente razón. El estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.
 
Existe además otro fenómeno de resistencia social antipolítica que merecería una especial atención. Me refiero al hecho de que alrededor o en los extremos de los partidos se han configurado tea parties que se erigen como protectores de los valores, representantes de las víctimas, portavoces de la multitud o de alguna revolución pendiente. Desde estas trincheras apolíticas parecen dominarse las cosas con una claridad de la que no disponen quienes tratan habitualmente con el principio de realidad. La ira de esos grupos no se dirige tanto a los adversarios como a los propios cuando amagan con rebajar el nivel de lo políticamente innegociable. Extienden una mentalidad antipolítica porque no han entendido que la política comporta siempre ciertos compromisos y concesiones. Los sectores duros de los partidos marcan el paso de una manera que probablemente no les corresponde con criterios de representatividad y dificultan ciertas reformas para las que se requiere el acuerdo político con los adversarios.
 
Dicen las encuestas que la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas y yo me pregunto, para terminar, si en esta opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante su mediocridad o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces caigamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.
 
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en la London School of Economics.
 
Fuente: Diario El País. 28 de febrero del 2014.

lunes, 27 de enero de 2014

Estado de Bienestar y los planteamientos anti-Estado.

 
Hambrear a la bestia

Humberto Campodónico (economista)

El planteamiento liberal, en esencia, nos dice que el crecimiento económico y el bienestar solo se logran con la iniciativa privada, que debe ejercerse sin cortapisas. Toda interferencia del Estado es negativa porque, por definición, atenta contra el mercado y los derechos individuales.
 
 Pero en EEUU existe un Estado del Bienestar que viene del “Nuevo Trato” (New Deal) del Presidente Roosevelt y que consiste en una serie de instituciones, regulaciones y transferencias estatales que garantizan un mínimo de subsistencia para millones de personas.
 
 En otras palabras, un contrato social de coexistencia entre mercado y Estado. Lo que no gusta a los libertarios y que sintetizó en los 90 Grover Norquist: “No quiero abolir al gobierno. Solo quiero reducir su tamaño de tal manera que me sea fácil arrastrarlo al baño y ahogarlo en la tina”.
 
 Otra variante es la frase “Hambrear a la bestia”, hecha célebre bajo Ronald Reagan. Si al Estado no se le dan impuestos, no aumentará el gasto público (que reduce el crédito a los empresarios y aumenta la tasa de interés). Pero, ojo, la reducción de impuestos no lleva necesariamente a la reducción del gasto, porque este puede aumentar por otras vías, como el endeudamiento público.
 
 La crisis financiera del 2008 quebró la “tregua” de 50 años (que nunca fue total). La culpa de la explosión de la burbuja inmobiliaria se debió a la absoluta desregulación de los mercados financieros. Y el salvataje del sistema le costó mucho dinero al Estado (ayudas directas a los bancos, enorme impulso fiscal y, también monetario), lo que aumentó el déficit fiscal y la deuda pública.
 
 Allí entra el “Tea Party” planteando dejar de lado los argumentos económicos (“hambrear a la bestia”) para ir a los principios: se alaba el egoísmo del individuo para ir al tema esencial: la lucha del individualismo empresarial contra el colectivismo estatal.
 
 En ese contexto las novelas de la escritora Ayn Rand (en los años 40 y 50, en momentos de auge de la URSS, siendo ella una inmigrante rusa) vienen como anillo al dedo: plantea que hay que luchar contra un gobierno colectivista, que ha acumulado un inmenso poder contra los emprendedores, a quienes no les queda más remedio que ir a la huelga para defender sus principios y, por tanto, a la sociedad entera.
 
 Si a esto se agrega la elección de Obama, los programas sociales (food stamps y la ampliación del seguro de salud a la mayoría de la población (Obamacare), la receta está lista: el gobierno nos lleva al socialismo, lo que hay que impedir como sea. Vale todo, desde los no-acuerdos sobre el presupuesto hasta el cierre total del gobierno para impedir nuevos impuestos y que se aplique el Obamacare.
 
 Los planteamientos anti-Estado en la región y en el Perú tienen también larga data y se asientan, en lo central, en los hechos económicos: el mercado es ampliamente superior a todo lo que venga del Estado, que es ineficiente per se: una rémora. Como lo expresó hace unos años PPK: “el Perú crece de noche, cuando los burócratas duermen”.
 
 Pero aquí no se trata de desmontar un Estado del Bienestar que desplazaría a los empresarios, pues utiliza enormes recursos (crowding out) para ayudar a los pobres (convirtiéndolos en parásitos). De lo que se trata es de crear las condiciones que permitan –a partir de lo que le compete al Estado– niveles dignos de educación, salud, transporte y seguridad ciudadana.
 
 Pero sucede que los diferentes gobiernos se han preocupado bastante más de impulsar y fortalecer las instituciones y reformas que empujan el modelo económico (“islas de excelencia” como Sunat, Indecopi, Conasev, BCRP, Osinergmin, Osiptel), así como el MEF, MEM, Produce y MTC.
 
 Y bastante menos de los avance educativos (no llegamos al 6% del PBI y somos últimos en PISA); la cobertura de salud es insuficiente, lo mismo que las remuneraciones; el transporte público se ha dejado al libre albedrío del capitalismo combi y la seguridad ciudadana –donde interviene la policía– es percibida por la población como el área de mayor problema.
 
 Como los estratos más altos de la población –y también los crecientes sectores de clase media– ahora tienen salud privada, educación privada, transporte privado y seguridad privada, se corre el riesgo de que se instale un nuevo sentido común: “para qué voy a pagar impuestos si el Estado me da poco y lo poco que me da es de mala calidad”.
 
 Claro, aquí funciona la profecía autocumplida: “traté mal las funciones elementales del Estado durante décadas, ‘a lo Norquist’, ahogándolo en la tina. Y ahora que no funciona, es él quien tiene la culpa”.
 
 Digamos que no es exactamente “hambrear a la bestia” ni la lucha contra el “colectivismo estatal” de Ayn Rand. Pero vaya que se le parece.

Fuente: Diario La República. 27 de enero del 2014.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Comentario al libro ¿Qué es nación? de Hugo Neira. Martín Tanaka.

¿Qué es nación?

Martín Tanaka (Politólogo)
Hugo Neira vuelve a sorprendernos con un libro desmesurado,¿Qué es nación? (Lima, Universidad de San Martín de Porres, 2013), continuación de una saga iniciada con ¿Qué es República? (2012) y que sin duda seguirá dándonos más sorpresas en el futuro. El libro puede verse como un ambicioso manual de enseñanza universitaria, que combina discusiones teóricas y conceptuales con una reconstrucción histórica de los procesos de formación nacional “occidentales” (Francia, Gran Bretaña, Alemania) y “no occidentales” (Japón, India, México); sin embargo, no es un manual en sentido estricto, porque en el libro el autor interviene permanentemente con reflexiones que amplían, complejizan, establecen relaciones con otros asuntos, desde su punto de vista y experiencias personales. Digamos que es como asistir a un curso de Hugo Neira sobre el tema de la nación, en el que se exploran “los fundamentos”, “ajenos a la inmediatez y a la politiquería”.
La opción de Neira por centrarse en los fundamentos hace que la pregunta por el Perú esté presente en todo el libro, pero nunca de manera explícita, salvo en unas breves páginas en las que el autor compara Apatzingán de la Constitución en Michoacán, pueblo ubicado en el epicentro de las luchas agrarias y revolucionarias de la segunda década del siglo XX en México, con San Lorenzo de Quinti y Huayopampa, en la sierra de Lima, estudiadas por Julio Cotler y Fernando Fuenzalida, respectivamente, en el marco de un ambicioso proyecto de investigación liderado por José Matos Mar en la década de los años sesenta, en los orígenes del Instituto de Estudios Peruanos. La comparación entre estos pueblos, siguiendo su evolución hasta la situación actual, le permite a Neira esbozar los límites de la modernidad y de los procesos de integración social en el Perú.
A pesar de esto, la apuesta por centrarse en los fundamentos resulta muy pertinente. En nuestra cultura política, mucha gente tiende a manejar un discurso en el que la idea de nación podría llamarse “primordialista”, donde lo que definiría “lo auténticamente peruano” sería una mezcla de elementos “raciales” de raíz andina prehispánica, en donde tendería a buscarse la homogeneidad, y en donde lo percibido como “foráneo”, “extranjero”, tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. Resulta muy instructivo llamar la atención sobre el hecho de que esta manera de ver lo nacional resulta perniciosa, y que hay muchas otras maneras de entender lo nacional: la pertenencia a una comunidad articulada por un gran acuerdo político colectivo, en donde puede haber una enorme diversidad (la India, por ejemplo), y en donde lo “tradicional” para nada está reñido con lo “moderno”, donde lo autóctono y lo foráneo se mezclan para dar lugar a un “sincretismo” particular (Japón, por ejemplo). Vistas así las cosas, el libro de Neira es también un aporte importante al debate que debemos sostener de cara al bicentenario de nuestra república.
Fuente: Diario La República. 17 de noviembre del 2013.

¿Qué es nación? (2)

Martín Tanaka (Politólogo)
Hace tres semanas comenté sobre el último libro de Hugo Neira, ¿Qué es nación? Quería seguir con el tema, pero temas de la “coyuntura” se interpusieron. El libro de Neira es muy bienvenido porque, me parece, solemos manejar nociones muy desencaminadas de la idea de nación y de la identidad nacional peruana, que debemos poner en discusión, y para esto el libro ofrece herramientas útiles.
Hay una manera de pensar el Perú que podríamos llamar “primordialista”: existiría algo así como lo “verdaderamente peruano”, anclado en una raíz andina prehispánica, en donde lo “foráneo” o “extranjero” tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. No seríamos una nación porque estaríamos “sojuzgados” por elementos “extraños” (blancos, criollos, occidentales). Casi está demás decir que estas visiones esencialistas son la base de los nacionalismos más nefastos, que han generado guerras, autoritarismos, “limpiezas étnicas”. El “etnocacerismo” sería nuestra versión local de esto.
Otras visiones comunes, si bien se alejan de definiciones primordialistas también comparten ideas de nación basadas en alguna forma de homogeneidad: para ser nación no tendría que haber desigualdad, deberíamos contar con valores o intereses comunes, y dada la fragmentación y desigualdad del país, no seríamos “todavía” una nación. Al respecto es pertinente la discusión que plantea Neira en su “rescate” del austríaco Otto Bauer, sobre la influencia del marxismo convencional en cierto menosprecio del tema nacional, para privilegiar consideraciones clasistas o socioeconómicas.
Hace bien Neira en cuestionar estas ideas, y llamar la atención, siguiendo a Gellner, Hobsbawm y otros, que las naciones son en realidad construcciones modernas, en donde la voluntad política de las elites, los liderazgos, resultan fundamentales; así, los nacionalismos crean a las naciones, no al revés. También al apuntar que las naciones no tienen por qué ser homogéneas: pensar en el caso de la India, con su diversidad de idiomas, religiones y castas; y que es posible conciliar lo más “tradicional” con lo más “moderno”, como ocurrió en Japón. Para todo esto, es clave el papel que juega la escuela pública: tanto para generar igualdad de oportunidades, como para proponer una narrativa incluyente y veraz históricamente de lo que somos como nación.
Si los nacionalismos construyen la nación, ¿a qué tipo de nación deberíamos aspirar? A estas alturas, parece claro que cualquier definición debería aspirar a ser democrática, pluralista, incluyente, en donde nuestra diversidad sea vista con justicia como uno de nuestros más valiosos activos, en donde lo tradicional se articule con lo moderno, y lo nacional con lo global. Como dijera José María Arguedas, “no por gusto (…) se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra…”.
Fuente: Diario La República. 08 de diciembre del 2013.

martes, 19 de noviembre de 2013

Entre el "idiotes" y el "polites". La democracia y los idiotas.


Disidencias. A propósito de los idiotas


Alberto Adrianzén Merino (Sociólogo)
Hoy la palabra idiota está de moda. Según el Diccionario de la Real Academia Española, idiota es aquella persona "tonta, carente de entendimiento". Sin embargo, hay otro significado de idiota e idiotez, que va más allá del simplismo y del insulto. Incluso, de los idiotas llamados "carnívoros" o "herbívoros".

Giovanni Sartori, en su obra más importante: Teoría de la democracia, define la idiotez como lo opuesto a la "polites": "para los griegos, hombre y ciudadano significaban exactamente lo mismo, de la misma forma que participar en la vida de la polis, de su ciudad, significaba vivir. Lo que no quiere decir que el polites no gozara de libertad individual en el sentido de un espacio privado existente de facto. Pero el significado y el valor de esta noción lo revelan el término latín privatus y su equivalente griego idion. En latín privatus, es decir, privado, significa privado (del verbo privare, privar de algo), y el término se empleaba para designar una existencia incompleta e imperfecta en relación con la comunidad. El vocablo griego idion (privado), en contraste con koinon (el elemento común), denota aún con mayor intensidad el sentido de privación. De acuerdo con ello, "idiotes" era un término peyorativo que designaba al que no era polites "un no ciudadano y, en consecuencia, un hombre vulgar, ignorante y sin valor, que solo se interesaba por sí mismo" (págs. 352-353). Se puede definir, por lo tanto, al idiota como aquella persona que no se ocupa de los asuntos públicos sino solo de sus intereses privados. 

Y si bien es cierto que ese debate fue planteado por los griegos hace ya muchos siglos, cierto es también que la teoría y la filosofía políticas modernas (llámese liberal), representan el triunfo de la "idiotes" (en sentido griego). Dicho en palabras simples: es el nacimiento del individuo disociado del ciudadano y de la pertenencia a una comunidad. El individuo tiene un valor en sí mismo. Por ello, el paradigma del hombre moderno es Robinson Crusoe, personaje que no requiere de otro individuo para reconocerse como tal, salvo su convivencia con un perro que le recuerda su condición de humano. Su humanidad está en él mismo y no en los otros. Fue el francés Benjamín Constant, crítico de la Revolución Francesa, en su famoso discurso en el Ateneo de París en 1819: "Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos", el que le da, finalmente, la partida pública de nacimiento a este individuo moderno.

Hoy pocos discuten la importancia de la "idiotes", es decir del individuo y del individualismo en la vida democrática y social. Ahí no radica el problema; más aún, cuando sabemos que la "polites", es decir, este esfuerzo por vivir en una comunidad imaginada, muchas veces, ha conducido a los hombres al terror y al totalitarismo al invadir la esfera privada. Otro es el problema.

Es que estos "idiotas" modernos, por llamarlos de algún modo, creen que la justicia (incluyendo la social), como un acto consciente de los hombres, es un error. La idea de que la justicia es un contrato (o pacto) para no hacer mal y evitar sufrirlo, como dirían los griegos y más adelante Hobbes, no es posible. Ello supondría "corregir" un orden social que es concebido, como dice Hayek, como "el resultado de las acciones de los hombres pero no de sus propósitos". La realidad, se convierte en una "externalidad" que los hombres no pueden controlar ni cambiar. No es posible una sociedad autorreflexiva capaz de reformar el orden social. 

La otra idea, como dice el propio Constant, es que los hombres modernos "no podemos gozar de la libertad de los antiguos, la cual se componía de la participación activa y constante del poder colectivo. Nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada". Por eso, siguiendo a Constant, el hombre moderno no puede dedicarle su tiempo y energía al ejercicio de los derechos políticos y sí más bien al de sus derechos privados, incluyendo la libertad. Todo esto fundamentado en unos supuestos "derechos naturales" (entre ellos el de la propiedad privada) preexistentes al hombre y no, como diría Leo Strauss, expresión del "deber civil" de los propios hombres.

Por ello, la propuesta de estos nuevos "idiotas" es simple: preocúpate de ti mismo y que el resto no te importe. Es el crepúsculo del deber cívico y político, bajo el supuesto, idiota por lo demás, que si a mí me va bien al resto también. 

www.albertoadrianzen.org

Fuente: Diario La República. 03 de marzo del 2007.

domingo, 17 de noviembre de 2013

La trampa de el voto voluntario en el Perú.

¿Voto voluntario? Voto en contra
Hugo Neira (Sociólogo)
"Hay que ir a votar, y votar bien. Y aceptar al menos eso, el privilegio del error 
compartido, si volvemos, otra vez, a equivocarnos"

¿A quién le gusta la obligación? A nadie. Pero por imposición, cada día, acudimos a muchas cosas, al trabajo por ejemplo. Somos libres, pero, qué duda cabe, al vivir en sociedad, en nuestras pobladas ciudades o en la más modesta de nuestras aldeas, no lo somos del todo. No podemos salir desnudos por las calles, ni podemos aparcar –o cuadrar como decimos– el auto en medio de una plaza de armas. No podemos hacer lo que nos viene en gana. Ahora lo que no surge del íntimo querer es coerción y norma. Pagar impuestos, pararse ante la luz roja (para no matar a alguien) y, aunque discrepe de muchos, ir a votar aun no quiera hacerlo. Escribo estas líneas cuando el voto voluntario vuelve a la agenda del Congreso.  Reforma constitucional a la que me opongo. Con las armas de la razón. Dos son las tesis para adoptarlo.
Se argumenta, en primer lugar, la no obligación del voto en Estados Unidos. Ciertamente, los ciudadanos norteamericanos no están obligados a ir a urnas, pero lo que no se está diciendo, lo que se escamotea, es señalar que en realidad votan muchas veces entre una presidencial  y la siguiente, votan para elegir jueces, comisarios, sheriffs, para gobernadores, alcaldes; votan, votan, votan, van a las urnas unas 17 veces. Ninguna democracia exige mayor participación. Se entiende entonces el voto voluntario. Y he dejado fuera del debate el que en el Norte cuenten con instituciones que no tenemos, una tradición y costumbres democráticas desde el siglo XIX, como lo explica Tocqueville. Un poco, pues, de sinceridad. Aquí estamos en el comienzo de la construcción de Estado y ciudadanía y no para lujosas abstenciones. ¿A este país, al borde de la desobediencia, lo empujan además a no votar?
¿Qué es votar?  No es solo darse mandatarios que luego nos traicionen, algo hay de cierto, y es eso que alimenta la desconfianza general. Pero señalo, el voto es un contrato, un acuerdo. Algo entre un Estado y quienes habitan un territorio y una sociedad, o sea, los ciudadanos. Ahora bien, un ciudadano no es un individuo, que puede aspirar a la felicidad de no tener obligaciones, sino el mismo individuo con derechos y deberes. En fin, no me alcanza el espacio para explicar, ahora, a Rousseau. Así las cosas, me preguntaba si el sentido común había emigrado del debate. Felizmente no. Hojeando diarios, hallé una carta de lector, muy cuerda. La firma Rolando Calderón, a quien no conozco personalmente. “¿Qué representatividad puede tener –pregunta– un gobernante elegido por una real minoría de ciudadanos?”. En el colofón a su carta añaden los editores: “En la encuesta de Apoyo, el 62 por ciento de los limeños está a favor del voto voluntario, pero tiene usted razón, el tema merece pensarse antes de una reforma definitiva”. Vaya, es lo que aquí hacemos.
El segundo argumento a favor del voto voluntario es una brillante falacia. ¿Cómo va a ser bueno algo que nos imponen? Lo usan algunos políticos; eso es coerción, dicen escandalizados. Pero mi querido Víctor Andrés, la práctica del Estado es eso mismo, “el uso de la violencia legítima” (Max Weber). Violencia real y simbólica, se entiende. Claro que puede obligarse a muchas cosas, a ir a la guerra por ejemplo, que es peor que votar, y en nombre del bien común. Sí, pues, ¿donde está la novedad? ¿No sustenta aquí y en todo lugar, juzgados, fronteras, y cobranzas coactivas? El Estado emergió como esa fuerza que impuso la ley en sociedades del tumulto, eso es Hobbes, el Leviatán, un mal necesario. Así nació el Estado liberal, ante el  desorden.  Pero claro, en este país en que hubo que esperar a Fujimori para aceptar la obligación del impuesto y donde nos pasamos la era republicana sin el servicio militar obligatorio, solo reclutaban a los pobres inditos, el argumento que estimula la dejadez cae a pelo. En fin, otros muy calculadores esperan sacar provecho de la tendencia al no-voto que llaman “facultativo” a sabiendas que, si se aprueba, los que acudan a urnas serán pocos. Es un pobre cálculo. Espero que no lo suscriban partidos y tendencias populares. Sería casi confesar desconfianza en el sentido común de esas mismas masas populares. No hay que creerlas irracionales. No lo son las 1,800 mesas de diálogo en este país. Hay que dejar de soñar que se pueden manejar los retrasos. En fin, pienso lo peor. El derecho al no voto, en las circunstancias peruanas, otorga legitimidad por entero al desapego, a la anomia. Sería una ley para separar y no integrar sociedad e instituciones. Un tiro a la sien de la República. Un truco de politiqueros. Una trampa. Cuidado, peruanos: los invitan a vivir como extraños en su propio país. Ya llegarán tiempos felices en que merezcamos, como decía Borges, no tener gobiernos. No en el Perú actual. Las condiciones históricas, anímicas, morales, que impusieron como sentido común el voto obligatorio en 1931 no han desaparecido. Hay que ir a votar, y votar bien. Y aceptar al menos eso, el privilegio del error compartido, si volvemos, otra vez, a equivocarnos.

Fuente: Diario La República. 30 de abril del 2005.