sábado, 24 de mayo de 2014

Logocentrismo. El populismo se centra en la palabra. El problema es tomar esa palabra como la realidad tal como la piensa la politica, dice Waisbord.

Luces y sombras de los populismos discursivos

Sociología política. En su ensayo “Vox populista. Medios, periodismo y democracia”, Silvio Waisbord analiza el papel de las retóricas populistas.

Silvio Waisbord –académico argentino radicado en los Estados Unidos– se ha dedicado en su libro Vox Populista. Medios, periodismo, democracia(Gedisa) a analizar la relación de los populismos latinoamericanos con los medios. Allí aborda la problemática de forma medida y rigurosa más allá de la “cacofonía conceptual” que caracteriza el discurso político, público y periodístico de estos tiempos. Para Waisbord el populismo “es un híbrido que no encaja en las categorías y divisiones clásicas del pensamiento occidental” y enfatiza, a través de todo el libro, que “el populismo suscribe una visión estatista sobre la relación entre política, medios y periodismo en función de una lógica de construcción de poder”.

En su última visita a Buenos Aires habló de este ensayo y también se refirió a una problématica que se presenta en contextos como el argentino, donde hay divisiones muy tajantes en la sociedad. Subrayó: “Yo me planto fuera de los dos bandos, en un lugar de duda frente a los dogmas. No es mi posición natural, pero es la posición más interesante para examinar diferentes argumentos cotejados alrededor de los medios y tratar de encontrar fortalezas y debilidades en ambas posiciones y de allí extraer ideas que no entran, estrictamente, ni en una o en la otra. Soy crítico sobre el papel del populismo con los medios de comunicación, aunque reconozco que tiene algunas virtudes a pesar de sus defectos. Entonces no soy imparcial y no es un balance equitativo”.

–Usted señala una de las contradicciones del populismo con esta pregunta: ¿Cómo puede simultáneamente creer en el pueblo, como depositario de la verdad colectiva, junto con una visión condescendiente del pueblo, como sujeto manipulado por los medios? ¿Hay quién le haya objetado esta idea?

–Seguramente disentirán. Pero para mí es una actitud no solamente contradictoria, sino también paternalista. Sostener al pueblo como fuente de la verdad por un lado, y por el otro sentir que es engañado por los medios. Puedes pensar una cosa o la otra, pero no las dos cosas. Salvo que pienses en la idea más marxista de la concientizacion de las masas. El populismo roba algo de esto: que nosotros vamos a concientizar las masas, pero por otro lado las masas saben lo que es bueno para ellos y al mismo tiempo culpamos a los medios de lavarle el cerebro... El tema es que el argumento populista asume al “sujeto popular” como un sujeto preexistente. El pueblo existe antes de la política.

–¿Por qué los populismos latinoamericanos comparten una demonización de los Estados Unidos?
–Para mí es más retórico que otra cosa. El caso emblemático sería Chavez. El chavismo tiene mucho de antiamericanismo pero en la industria del petróleo Chávez no prescindió de las compañias estadounidenses. Algo similar ha ocurrido en Ecuador con Correa y en Argentina con este gobierno. El populismo lo que tiene es un logocentrismo. Se centra en la palabra. El problema es tomar esa palabra como la realidad. Hay una tradición en la comunicación muy fuerte que sugiere eso: que la palabra es una reflexión de la realidad. Es una falacia. Desde la filosofía del lenguaje hasta el desconstruccionismo indican justamente esto: que el lenguaje es vacío, ambiguo, engañoso. Pero el populismo es un fenómeno discursivo. El populismo le da entidad a estos discursos y después se toman como si existieran realmente. Son construcciones.

–¿Eso termina siendo una trampa para el populismo?
–La política es una construcción de la realidad. El problema es creer que esa realidad existe tal como la piensa la política. Más allá que sea de izquierda o de derecha. La tarea es ver la realidad como es, para compararla con la que cuenta la política. El argumento de este libro no solo se aplica al populismo sino a la política en general. Porque a la política no le interesa una construcción “imparcial” de la realidad. No. La política es cotejar, discutir e imponer cierta interpretación de la realidad. La política fue posmoderna antes que existiera el posmodernismo. En el sentido de que la realidad no existe. Lo que existe es lo que yo te digo que existe.

-¿Qué reflexiones espera que surjan a partir de este libro?
–Que la gente cuestione sus verdades y sus convicciones sobre estos temas. Mi idea es tratar de punzar dogmas; no cambiar ideas, sino reflexionar en una forma crítica. El populismo funciona para que la política se ubique en un lugar de antagonismos exacerbados. Allí está mi disenso fundamental con el populismo. Porque esa política no es sostenible en una democracia. Porque la democracia asume la necesidad de ciertos consensos de las diferencias. El tema es, entonces, cómo se construye, cómo se respeta, cómo se reconoce la diferencia, al mismo tiempo que hay espacio para la creación del consenso y del diálogo que necesita toda democracia.

–En el libro concede que algunas de las críticas del populismo a la prensa son válidas.
–El populismo dice lo que rara vez se ha dicho, es decir, cómo trabaja el periodismo, en qué condiciones, a quién responde. Hay temas, como el de la propiedad de los medios, que el populismo expone y que a otras fuerzas políticas, por diferentes razones, les ha costado mucho más. Eso hay que reconocerlo. El problema es que lo habla desde una perspectiva estrechamente política y con objetivos muy pequeños. Hay luces y sombras.

–¿Cuál sería su respuesta a una persona que le dice que no tiene derecho de criticar al populismo argentino y latinoamericano porque usted reside en los Estados Unidos?
–Hay ciertos temas sobre los cuales, viviendo afuera, no se puede opinar o no se puede escribir –por más que se tengan datos–, porque te pone en una posición difícil. Pero de otros temas, como los que toco en este libro, sí se puede. Hablar de la cotidianeidad argentina sería hipócrita de mi parte. Pero puedo hablar sobre cómo evalúo yo ciertas decisiones de políticas de comunicación de medios.

–Para cerrar, ¿cómo ven sus colegas politólogos a la Argentina?
–No es un tema. América Latina no es una prioridad ni un tema de discusión intensa porque no entra en ninguna de las prioridades actuales de los Estados Unidos. En las ciencias políticas creo que siempre se tiende a considerar los casos extremos o ruidosos. Y dentro de los populismos, el caso argentino es menos ruidoso que otros.

Fuente: Revista Ñ (El Clarín). 20 de mayo del 2014.

domingo, 9 de marzo de 2014

Democratización de la democracia. La democracia como tarea permanente.


La democratización de la democracia

La que se considera la mejor forma de organización social no puede quedar reducida a la cita en las urnas. Es una tarea que obliga a pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes.

Ramin Jahanbegloo (Filósofo iraní)

Se ha vuelto habitual en el discurso político convencional de nuestros días considerar que la democracia es una forma superior de organización política de nuestro mundo. Pero esa aceptación universal de la democracia se apoya en unos valores sobre los que no existe unanimidad.
 
Aunque la palabra democracia contiene en sí misma la idea de un demos que gobierna, existen muchas discrepancias sobre la forma de definir y presentar ese demos. Por tanto, no podemos pretender que para tener una definición precisa de la democracia baste con decir que es el gobierno del pueblo. Democracia es una palabra que se refiere al ejercicio del poder del pueblo sobre el pueblo. Sin embargo, si preguntamos quién gobierna en las democracias actuales, la respuesta sería: quienes ocupan una posición de autoridad sobre una comunidad política. Con semejante análisis, deberíamos distinguir entre democracia como Gobierno del pueblo y liberalismo como Gobierno de los oligarcas liberales. ¿Y en ese caso, qué significado tiene democracia en contraposición a liberalismo?
 
Podemos definir la democracia como la actividad colectiva, explícita y responsable de unos ciudadanos cuyo propósito es instituir unas condiciones de igualdad para que todos ellos puedan participar y tomar decisiones. El liberalismo, por el contrario, es la esfera política que permite que adquieran poder y se enriquezcan unos representantes y responsables políticos adscritos a unos valores liberales y capaces de perpetuar su modelo de autoridad por el bien de su propia protección social.
 
La concepción liberal de democracia se basa en la idea de libertad negativa que Isaiah Berlin describe como la respuesta a la pregunta “¿Cuál es el ámbito en el que se deja o se debe dejar al sujeto (que puede ser un individuo o un grupo de individuos) que haga o sea lo que es capaz de hacer o ser, sin interferencia de otras personas?”. Sin embargo, la concepción transformadora de la democracia se centra más en la política como forma cooperativa de vida y subraya la necesidad de acción pública. Por consiguiente, podemos dar una definición más precisa de democracia en relación con la acción pública, es decir, una acción emprendida por los ciudadanos y que pretende tener consecuencias cívicas.

De lo que se trata sobre todo es de afianzar la “sociedad civil” frente a las “elecciones”

Los liberales, a menudo, se mantienen al margen de la idea de una acción pública de los ciudadanos; en cambio, la concepción transformadora de la democracia no pueden dejar de subrayarla. En el ámbito de la democracia, hablar de deliberación y transformación es hablar de toma de decisiones y del acto de elegir por parte de los ciudadanos. Por eso, la democracia exige que partamos de un concepto de ciudadanía que incorpore los aspectos éticos y ontológicos de la idea de sociedad civil.
 
Como consecuencia, cualquier teoría democrática debe organizarse en torno al concepto de “sociedad civil”, y no necesariamente de “elecciones”. La sociedad civil ayuda a la democracia a encontrar en sí misma un ethos de libertad a través de las prácticas explícitas y transparentes de asociaciones e instituciones como clubes, organizaciones comunitarias, iglesias, etcétera, por lo que tiene una tendencia al pluralismo y la diversidad que permite aproximarse a una virtud cívica democrática. En otras palabras, para quienes aspiran a consolidar el espíritu de la virtud democrática, la sociedad civil parece el punto de partida perfecto.
 
Como consecuencia, el problema fundamental de la teoría democrática está relacionado con dos factores: por un lado, la legitimidad de la toma de decisiones colectiva, y por otro, el proceso democrático de control de la violencia en las esferas social y política. Aun teniendo esto en cuenta, por muy liberal que sea un Gobierno, sean cuales sean en teoría sus objetivos liberales, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.
 
Las teorías de la democracia, en general, no están interesadas en recurrir a la no violencia como parámetro de decisión y actuación política. El perfil clásico de la teoría democrática liberal es conocido: la distinción entre dos esferas, la “pública” y la “privada”, o la distinción entre dos concepciones de libertad (negativa y positiva). Ahora bien, debería añadirse un principio normativo que ofrezca una diferenciación razonablemente precisa entre la autolimitación no violenta de la democracia y la delimitación violenta del poder democrático. Lo que aquí se sugiere es una especie de armonía democrática entre una serie de derechos sustantivos que forman parte esencial del proceso democrático y una autolimitación no violenta de la democracia. Desde luego, la conclusión puede ser que siempre es posible proteger una forma de Gobierno democrática contra sí misma por medios no violentos. Y, por tanto, el proceso de toma de decisiones colectiva debe atenerse a los principios democráticos de la no violencia.
 
Gandhi es un pensador político que presenta la idea de soberanía compartida como principio regulador de la democracia y, al mismo tiempo, como garantía de que existen formas de limitar el ejercicio abusivo del poder político. La soberanía compartida es un principio que solo tiene significado si incluye la referencia a la idea de responsabilidad.

Por muy liberal que sea un Gobierno, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.

La novedad fundamental que se encuentra en el enfoque que da el debate gandhiano a esta cuestión es que abandona la sempiterna noción de que las decisiones políticas derivan de la primacía de lo político para adoptar la idea de la superioridad de lo ético, hasta tal punto que la búsqueda de una vida moral le da a Gandhi un argumento en favor de la responsabilidad de los ciudadanos. De manera que lo que Gandhi cuestiona del Estado moderno no es solo la base de su legitimidad, sino su misma razón de existir.
 
El principio gandhiano de no violencia constituye, pues, una forma de poner en tela de juicio la violencia intrínsecamente asociada a los fundamentos de un orden soberano. La crítica que hace Gandhi de la política moderna le empuja a elaborar una concepción de lo político que no encuentra su máxima expresión ni en la “secularización de la política” ni en la “politización de la religión”, sino en la “ética de la solidaridad, que se enmarca en un contexto triangular de ética, política y religión. Este momento gandhiano en la política lleva sin duda a la posibilidad de una síntesis entre los dos conceptos de autonomía individual y acción no violenta. Y en ella podemos ver el auténtico giro a una nueva teoría democrática.
 
Durante el último medio siglo, la no violencia y la negociación han sido las características que han distinguido a las transiciones políticas a la democracia y los movimientos democráticos que han triunfado en todo el mundo.
 
Por eso la democracia no es nunca algo hecho. Es una tarea. Por eso la democracia no es ni la urna ni el partido en el poder. Es la capacidad política de la gente de ir a las urnas y pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes. Solo si estamos convencidos de esta realidad podremos cambiar la democracia para que deje de ser una palabra hueca en nuestro discurso público y se convierta en el marco en el que sea posible consumar una vida política completa, capaz de sacar el máximo fruto de nuestro potencial y nuestra creatividad como seres humanos.

Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.

 Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
 
Fuente: Diario El País. 06 de marzo del 2014.

domingo, 2 de marzo de 2014

La época postdemocrática. Participación cívica sin organización política.


Democracia sin política

Los que critican o protestan no tienen necesariamente razón ni el espacio público se reduce a una agregación apolítica de preferencias. Alguien tiene que ordenar y gestionar las demandas de la sociedad abierta.

Daniel Innerarity (Catedrático de Filosofía Política y Social)

La narrativa dominante asegura que vivimos en una época postdemocrática. Esta denuncia se declina de diversas maneras: como primacía de los Ejecutivos frente a los Parlamentos, como distanciamiento de las élites respecto de los gobernados, como desplazamiento de los partidos hacia un centro que hace imposible las alternativas, como desconsideración de lo que realmente quiere la sociedad... Yo no lo veo así, ya lo siento. ¿No será que tenemos, más bien, una democracia abierta y una política endeble? La democracia es un espacio abierto donde, en principio, cualquiera puede hacer valer su opinión, que posibilita mil formas de presión, e incluso tenemos la posibilidad de echar a los Gobiernos. Esto funciona relativamente bien. En nuestras sociedades democráticas no faltan espacios abiertos de influencia y movilización, redes sociales, movimientos de protesta, manifestaciones, posibilidades de intervención y bloqueo.
 
Lo que no va tan bien es la política, es decir, la posibilidad de convertir esa amalgama plural de fuerzas en proyectos y transformaciones políticas, dar cauce y coherencia política a esas expresiones populares y configurar el espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice. Algo tiene que ver con esto el hecho de que para quienes actúan políticamente cada vez sea más difícil formular agendas alternativas. Estamos en una era postpolítica, de democracia sin política. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.
 
Dicen los expertos que el retroceso de la participación electoral no viene acompañado por una falta de desinterés hacia el espacio público. La ciudadanía huye de las formas clásicas de organización, lo que es compatible con crecientes modalidades de compromiso individual, un activismo que no está ideológicamente articulado en un marco ideológico que le proporcione coherencia y totalidad, como podía ser el caso de las tradicionales ideologías omnicomprensivas.

Tenemos una sociedad irritada y un sistema agitado, cuya interacción apenas produce algo.

El espacio digital ha abierto nuevas posibilidades de activismo político. Plataformas de movilización en torno a causas concretas —como Change o Avaaz— permiten ejercer un clicktivism concreto a favor de buenas causas que contrasta con las adscripciones ideológicas abstractas, objeto de una general incredulidad. Para amplios sectores de la población, la realidad representada por los partidos jerárquicos ya no resulta atractiva, mientras que la cultura virtual de la Red les permite articular cómodamente sus disposiciones políticas fluidas e intermitentes, e incluso situarse off line en cualquier momento.
 
No faltan tampoco ejemplos de activismo y “soberanía negativa” en el espacio físico, ahora también vinculados a la movilización digital: manifestaciones y performances que obtuvieron una cierta celebridad, como los foros alternativos con motivo de las cumbres mundiales; Occupy Wall Street, todo el movimiento en torno al 15-M, las plataformas contra los deshaucios, la paralización de la privatización de la sanidad en Madrid, la intervención de las acusaciones particulares en los procesos judiciales, la resistencia exitosa contra ciertas obras públicas e infraestructuras: desde Burgos hasta Stuttgart pasando por Nantes…
 
No pongo en cuestión la bondad de estas actuaciones de resistencia cívica o campañas on line; me limito a señalar que al no inscribirse en ningún marco político que les dé coherencia, pueden dar a entender que la buena política es una mera adición de conquistas sociales. No funciona la articulación de las demandas sociales en programas coherentes que compitan en una esfera pública de calidad; en definitiva, falla la construcción política e institucional de la democracia más allá de la emoción del momento, de la presión inmediata y la atención mediática.
 
A quien reivindica algo que le parece justo no tenemos por qué exigirle que lo acompañe de un programa político completo y una memoria económica, por supuesto. Pero el espacio público no se reduce a la mera agregación apolítica de preferencias incoherentes, agrupadas como si no hubiera ninguna prioridad entre ellas e incluso ciertas incompatibilidades. Alguien se debería ocupar de ordenar esas reivindicaciones con criterios políticos y gestionar democráticamente su posible incompatibilidad. Pero, ¿hay alguien ahí? Si la política (y los tan denostados partidos) sirve para algo es precisamente para integrar con una cierta coherencia y autorización democrática las múltiples demandas que surgen continuamente en el espacio de una sociedad abierta. Se bloquea la construcción de infraestructuras, que seguramente no deberían hacerse, o no de ese modo, pero seguimos sin saber qué debería hacerse en materia de infraestructuras; detenemos los desahucios —porque podíamos y debíamos hacerlo— pero eso no sirve sin más para incentivar el crédito y hacer una política de vivienda más justa; podemos parar la privatización de los hospitales públicos, pero eso no determina qué tipo de política sanitaria debe hacerse. La política cuya presencia echo en falta es la que comienza cuando se terminan las buenas razones de la sociedad, donde se acaba la tarea del soberano negativo y comienza la responsabilidad del soberano positivo.

Los sectores duros de los partidos dificultan reformas que requieren pactos con adversarios.

Al hecho de que las demandas sociales estén desarticuladas se añade la circunstancia de que tales reivindicaciones son plurales, lógicamente, y en ocasiones incompatibles o contradictorias: unos quieren más impuestos y otros menos, unos software libre y otros protección de la intimidad y la propiedad, a unos les preocupa que haya menos libertades y a otros que haya demasiados emigrantes… Sin una valoración política es difícil saber cuándo se trata del bloqueo de reformas necesarias o de una protesta frente al abuso de los representantes. La protesta contra ciertas infraestructuras puede estar motivada por razones ecológicas, pero también por otras menos confesables como el célebre Not In My Back Yard (no en mi patio trasero) o por sentimientos xenófobos si lo que se va a construir es una mezquita. En cualquier caso, a quienes tienden a celebrar la espontaneidad social conviene recordarles que la sociedad no es el reino de las buenas intenciones. La legitimidad de la sociedad para criticar a sus representantes no quiere decir que quienes critican o protestan tengan necesariamente razón. El estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.
 
Existe además otro fenómeno de resistencia social antipolítica que merecería una especial atención. Me refiero al hecho de que alrededor o en los extremos de los partidos se han configurado tea parties que se erigen como protectores de los valores, representantes de las víctimas, portavoces de la multitud o de alguna revolución pendiente. Desde estas trincheras apolíticas parecen dominarse las cosas con una claridad de la que no disponen quienes tratan habitualmente con el principio de realidad. La ira de esos grupos no se dirige tanto a los adversarios como a los propios cuando amagan con rebajar el nivel de lo políticamente innegociable. Extienden una mentalidad antipolítica porque no han entendido que la política comporta siempre ciertos compromisos y concesiones. Los sectores duros de los partidos marcan el paso de una manera que probablemente no les corresponde con criterios de representatividad y dificultan ciertas reformas para las que se requiere el acuerdo político con los adversarios.
 
Dicen las encuestas que la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas y yo me pregunto, para terminar, si en esta opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante su mediocridad o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces caigamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.
 
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en la London School of Economics.
 
Fuente: Diario El País. 28 de febrero del 2014.

lunes, 27 de enero de 2014

Estado de Bienestar y los planteamientos anti-Estado.

 
Hambrear a la bestia

Humberto Campodónico (economista)

El planteamiento liberal, en esencia, nos dice que el crecimiento económico y el bienestar solo se logran con la iniciativa privada, que debe ejercerse sin cortapisas. Toda interferencia del Estado es negativa porque, por definición, atenta contra el mercado y los derechos individuales.
 
 Pero en EEUU existe un Estado del Bienestar que viene del “Nuevo Trato” (New Deal) del Presidente Roosevelt y que consiste en una serie de instituciones, regulaciones y transferencias estatales que garantizan un mínimo de subsistencia para millones de personas.
 
 En otras palabras, un contrato social de coexistencia entre mercado y Estado. Lo que no gusta a los libertarios y que sintetizó en los 90 Grover Norquist: “No quiero abolir al gobierno. Solo quiero reducir su tamaño de tal manera que me sea fácil arrastrarlo al baño y ahogarlo en la tina”.
 
 Otra variante es la frase “Hambrear a la bestia”, hecha célebre bajo Ronald Reagan. Si al Estado no se le dan impuestos, no aumentará el gasto público (que reduce el crédito a los empresarios y aumenta la tasa de interés). Pero, ojo, la reducción de impuestos no lleva necesariamente a la reducción del gasto, porque este puede aumentar por otras vías, como el endeudamiento público.
 
 La crisis financiera del 2008 quebró la “tregua” de 50 años (que nunca fue total). La culpa de la explosión de la burbuja inmobiliaria se debió a la absoluta desregulación de los mercados financieros. Y el salvataje del sistema le costó mucho dinero al Estado (ayudas directas a los bancos, enorme impulso fiscal y, también monetario), lo que aumentó el déficit fiscal y la deuda pública.
 
 Allí entra el “Tea Party” planteando dejar de lado los argumentos económicos (“hambrear a la bestia”) para ir a los principios: se alaba el egoísmo del individuo para ir al tema esencial: la lucha del individualismo empresarial contra el colectivismo estatal.
 
 En ese contexto las novelas de la escritora Ayn Rand (en los años 40 y 50, en momentos de auge de la URSS, siendo ella una inmigrante rusa) vienen como anillo al dedo: plantea que hay que luchar contra un gobierno colectivista, que ha acumulado un inmenso poder contra los emprendedores, a quienes no les queda más remedio que ir a la huelga para defender sus principios y, por tanto, a la sociedad entera.
 
 Si a esto se agrega la elección de Obama, los programas sociales (food stamps y la ampliación del seguro de salud a la mayoría de la población (Obamacare), la receta está lista: el gobierno nos lleva al socialismo, lo que hay que impedir como sea. Vale todo, desde los no-acuerdos sobre el presupuesto hasta el cierre total del gobierno para impedir nuevos impuestos y que se aplique el Obamacare.
 
 Los planteamientos anti-Estado en la región y en el Perú tienen también larga data y se asientan, en lo central, en los hechos económicos: el mercado es ampliamente superior a todo lo que venga del Estado, que es ineficiente per se: una rémora. Como lo expresó hace unos años PPK: “el Perú crece de noche, cuando los burócratas duermen”.
 
 Pero aquí no se trata de desmontar un Estado del Bienestar que desplazaría a los empresarios, pues utiliza enormes recursos (crowding out) para ayudar a los pobres (convirtiéndolos en parásitos). De lo que se trata es de crear las condiciones que permitan –a partir de lo que le compete al Estado– niveles dignos de educación, salud, transporte y seguridad ciudadana.
 
 Pero sucede que los diferentes gobiernos se han preocupado bastante más de impulsar y fortalecer las instituciones y reformas que empujan el modelo económico (“islas de excelencia” como Sunat, Indecopi, Conasev, BCRP, Osinergmin, Osiptel), así como el MEF, MEM, Produce y MTC.
 
 Y bastante menos de los avance educativos (no llegamos al 6% del PBI y somos últimos en PISA); la cobertura de salud es insuficiente, lo mismo que las remuneraciones; el transporte público se ha dejado al libre albedrío del capitalismo combi y la seguridad ciudadana –donde interviene la policía– es percibida por la población como el área de mayor problema.
 
 Como los estratos más altos de la población –y también los crecientes sectores de clase media– ahora tienen salud privada, educación privada, transporte privado y seguridad privada, se corre el riesgo de que se instale un nuevo sentido común: “para qué voy a pagar impuestos si el Estado me da poco y lo poco que me da es de mala calidad”.
 
 Claro, aquí funciona la profecía autocumplida: “traté mal las funciones elementales del Estado durante décadas, ‘a lo Norquist’, ahogándolo en la tina. Y ahora que no funciona, es él quien tiene la culpa”.
 
 Digamos que no es exactamente “hambrear a la bestia” ni la lucha contra el “colectivismo estatal” de Ayn Rand. Pero vaya que se le parece.

Fuente: Diario La República. 27 de enero del 2014.