domingo, 9 de marzo de 2014

Democratización de la democracia. La democracia como tarea permanente.


La democratización de la democracia

La que se considera la mejor forma de organización social no puede quedar reducida a la cita en las urnas. Es una tarea que obliga a pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes.

Ramin Jahanbegloo (Filósofo iraní)

Se ha vuelto habitual en el discurso político convencional de nuestros días considerar que la democracia es una forma superior de organización política de nuestro mundo. Pero esa aceptación universal de la democracia se apoya en unos valores sobre los que no existe unanimidad.
 
Aunque la palabra democracia contiene en sí misma la idea de un demos que gobierna, existen muchas discrepancias sobre la forma de definir y presentar ese demos. Por tanto, no podemos pretender que para tener una definición precisa de la democracia baste con decir que es el gobierno del pueblo. Democracia es una palabra que se refiere al ejercicio del poder del pueblo sobre el pueblo. Sin embargo, si preguntamos quién gobierna en las democracias actuales, la respuesta sería: quienes ocupan una posición de autoridad sobre una comunidad política. Con semejante análisis, deberíamos distinguir entre democracia como Gobierno del pueblo y liberalismo como Gobierno de los oligarcas liberales. ¿Y en ese caso, qué significado tiene democracia en contraposición a liberalismo?
 
Podemos definir la democracia como la actividad colectiva, explícita y responsable de unos ciudadanos cuyo propósito es instituir unas condiciones de igualdad para que todos ellos puedan participar y tomar decisiones. El liberalismo, por el contrario, es la esfera política que permite que adquieran poder y se enriquezcan unos representantes y responsables políticos adscritos a unos valores liberales y capaces de perpetuar su modelo de autoridad por el bien de su propia protección social.
 
La concepción liberal de democracia se basa en la idea de libertad negativa que Isaiah Berlin describe como la respuesta a la pregunta “¿Cuál es el ámbito en el que se deja o se debe dejar al sujeto (que puede ser un individuo o un grupo de individuos) que haga o sea lo que es capaz de hacer o ser, sin interferencia de otras personas?”. Sin embargo, la concepción transformadora de la democracia se centra más en la política como forma cooperativa de vida y subraya la necesidad de acción pública. Por consiguiente, podemos dar una definición más precisa de democracia en relación con la acción pública, es decir, una acción emprendida por los ciudadanos y que pretende tener consecuencias cívicas.

De lo que se trata sobre todo es de afianzar la “sociedad civil” frente a las “elecciones”

Los liberales, a menudo, se mantienen al margen de la idea de una acción pública de los ciudadanos; en cambio, la concepción transformadora de la democracia no pueden dejar de subrayarla. En el ámbito de la democracia, hablar de deliberación y transformación es hablar de toma de decisiones y del acto de elegir por parte de los ciudadanos. Por eso, la democracia exige que partamos de un concepto de ciudadanía que incorpore los aspectos éticos y ontológicos de la idea de sociedad civil.
 
Como consecuencia, cualquier teoría democrática debe organizarse en torno al concepto de “sociedad civil”, y no necesariamente de “elecciones”. La sociedad civil ayuda a la democracia a encontrar en sí misma un ethos de libertad a través de las prácticas explícitas y transparentes de asociaciones e instituciones como clubes, organizaciones comunitarias, iglesias, etcétera, por lo que tiene una tendencia al pluralismo y la diversidad que permite aproximarse a una virtud cívica democrática. En otras palabras, para quienes aspiran a consolidar el espíritu de la virtud democrática, la sociedad civil parece el punto de partida perfecto.
 
Como consecuencia, el problema fundamental de la teoría democrática está relacionado con dos factores: por un lado, la legitimidad de la toma de decisiones colectiva, y por otro, el proceso democrático de control de la violencia en las esferas social y política. Aun teniendo esto en cuenta, por muy liberal que sea un Gobierno, sean cuales sean en teoría sus objetivos liberales, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.
 
Las teorías de la democracia, en general, no están interesadas en recurrir a la no violencia como parámetro de decisión y actuación política. El perfil clásico de la teoría democrática liberal es conocido: la distinción entre dos esferas, la “pública” y la “privada”, o la distinción entre dos concepciones de libertad (negativa y positiva). Ahora bien, debería añadirse un principio normativo que ofrezca una diferenciación razonablemente precisa entre la autolimitación no violenta de la democracia y la delimitación violenta del poder democrático. Lo que aquí se sugiere es una especie de armonía democrática entre una serie de derechos sustantivos que forman parte esencial del proceso democrático y una autolimitación no violenta de la democracia. Desde luego, la conclusión puede ser que siempre es posible proteger una forma de Gobierno democrática contra sí misma por medios no violentos. Y, por tanto, el proceso de toma de decisiones colectiva debe atenerse a los principios democráticos de la no violencia.
 
Gandhi es un pensador político que presenta la idea de soberanía compartida como principio regulador de la democracia y, al mismo tiempo, como garantía de que existen formas de limitar el ejercicio abusivo del poder político. La soberanía compartida es un principio que solo tiene significado si incluye la referencia a la idea de responsabilidad.

Por muy liberal que sea un Gobierno, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.

La novedad fundamental que se encuentra en el enfoque que da el debate gandhiano a esta cuestión es que abandona la sempiterna noción de que las decisiones políticas derivan de la primacía de lo político para adoptar la idea de la superioridad de lo ético, hasta tal punto que la búsqueda de una vida moral le da a Gandhi un argumento en favor de la responsabilidad de los ciudadanos. De manera que lo que Gandhi cuestiona del Estado moderno no es solo la base de su legitimidad, sino su misma razón de existir.
 
El principio gandhiano de no violencia constituye, pues, una forma de poner en tela de juicio la violencia intrínsecamente asociada a los fundamentos de un orden soberano. La crítica que hace Gandhi de la política moderna le empuja a elaborar una concepción de lo político que no encuentra su máxima expresión ni en la “secularización de la política” ni en la “politización de la religión”, sino en la “ética de la solidaridad, que se enmarca en un contexto triangular de ética, política y religión. Este momento gandhiano en la política lleva sin duda a la posibilidad de una síntesis entre los dos conceptos de autonomía individual y acción no violenta. Y en ella podemos ver el auténtico giro a una nueva teoría democrática.
 
Durante el último medio siglo, la no violencia y la negociación han sido las características que han distinguido a las transiciones políticas a la democracia y los movimientos democráticos que han triunfado en todo el mundo.
 
Por eso la democracia no es nunca algo hecho. Es una tarea. Por eso la democracia no es ni la urna ni el partido en el poder. Es la capacidad política de la gente de ir a las urnas y pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes. Solo si estamos convencidos de esta realidad podremos cambiar la democracia para que deje de ser una palabra hueca en nuestro discurso público y se convierta en el marco en el que sea posible consumar una vida política completa, capaz de sacar el máximo fruto de nuestro potencial y nuestra creatividad como seres humanos.

Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.

 Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
 
Fuente: Diario El País. 06 de marzo del 2014.

domingo, 2 de marzo de 2014

La época postdemocrática. Participación cívica sin organización política.


Democracia sin política

Los que critican o protestan no tienen necesariamente razón ni el espacio público se reduce a una agregación apolítica de preferencias. Alguien tiene que ordenar y gestionar las demandas de la sociedad abierta.

Daniel Innerarity (Catedrático de Filosofía Política y Social)

La narrativa dominante asegura que vivimos en una época postdemocrática. Esta denuncia se declina de diversas maneras: como primacía de los Ejecutivos frente a los Parlamentos, como distanciamiento de las élites respecto de los gobernados, como desplazamiento de los partidos hacia un centro que hace imposible las alternativas, como desconsideración de lo que realmente quiere la sociedad... Yo no lo veo así, ya lo siento. ¿No será que tenemos, más bien, una democracia abierta y una política endeble? La democracia es un espacio abierto donde, en principio, cualquiera puede hacer valer su opinión, que posibilita mil formas de presión, e incluso tenemos la posibilidad de echar a los Gobiernos. Esto funciona relativamente bien. En nuestras sociedades democráticas no faltan espacios abiertos de influencia y movilización, redes sociales, movimientos de protesta, manifestaciones, posibilidades de intervención y bloqueo.
 
Lo que no va tan bien es la política, es decir, la posibilidad de convertir esa amalgama plural de fuerzas en proyectos y transformaciones políticas, dar cauce y coherencia política a esas expresiones populares y configurar el espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice. Algo tiene que ver con esto el hecho de que para quienes actúan políticamente cada vez sea más difícil formular agendas alternativas. Estamos en una era postpolítica, de democracia sin política. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.
 
Dicen los expertos que el retroceso de la participación electoral no viene acompañado por una falta de desinterés hacia el espacio público. La ciudadanía huye de las formas clásicas de organización, lo que es compatible con crecientes modalidades de compromiso individual, un activismo que no está ideológicamente articulado en un marco ideológico que le proporcione coherencia y totalidad, como podía ser el caso de las tradicionales ideologías omnicomprensivas.

Tenemos una sociedad irritada y un sistema agitado, cuya interacción apenas produce algo.

El espacio digital ha abierto nuevas posibilidades de activismo político. Plataformas de movilización en torno a causas concretas —como Change o Avaaz— permiten ejercer un clicktivism concreto a favor de buenas causas que contrasta con las adscripciones ideológicas abstractas, objeto de una general incredulidad. Para amplios sectores de la población, la realidad representada por los partidos jerárquicos ya no resulta atractiva, mientras que la cultura virtual de la Red les permite articular cómodamente sus disposiciones políticas fluidas e intermitentes, e incluso situarse off line en cualquier momento.
 
No faltan tampoco ejemplos de activismo y “soberanía negativa” en el espacio físico, ahora también vinculados a la movilización digital: manifestaciones y performances que obtuvieron una cierta celebridad, como los foros alternativos con motivo de las cumbres mundiales; Occupy Wall Street, todo el movimiento en torno al 15-M, las plataformas contra los deshaucios, la paralización de la privatización de la sanidad en Madrid, la intervención de las acusaciones particulares en los procesos judiciales, la resistencia exitosa contra ciertas obras públicas e infraestructuras: desde Burgos hasta Stuttgart pasando por Nantes…
 
No pongo en cuestión la bondad de estas actuaciones de resistencia cívica o campañas on line; me limito a señalar que al no inscribirse en ningún marco político que les dé coherencia, pueden dar a entender que la buena política es una mera adición de conquistas sociales. No funciona la articulación de las demandas sociales en programas coherentes que compitan en una esfera pública de calidad; en definitiva, falla la construcción política e institucional de la democracia más allá de la emoción del momento, de la presión inmediata y la atención mediática.
 
A quien reivindica algo que le parece justo no tenemos por qué exigirle que lo acompañe de un programa político completo y una memoria económica, por supuesto. Pero el espacio público no se reduce a la mera agregación apolítica de preferencias incoherentes, agrupadas como si no hubiera ninguna prioridad entre ellas e incluso ciertas incompatibilidades. Alguien se debería ocupar de ordenar esas reivindicaciones con criterios políticos y gestionar democráticamente su posible incompatibilidad. Pero, ¿hay alguien ahí? Si la política (y los tan denostados partidos) sirve para algo es precisamente para integrar con una cierta coherencia y autorización democrática las múltiples demandas que surgen continuamente en el espacio de una sociedad abierta. Se bloquea la construcción de infraestructuras, que seguramente no deberían hacerse, o no de ese modo, pero seguimos sin saber qué debería hacerse en materia de infraestructuras; detenemos los desahucios —porque podíamos y debíamos hacerlo— pero eso no sirve sin más para incentivar el crédito y hacer una política de vivienda más justa; podemos parar la privatización de los hospitales públicos, pero eso no determina qué tipo de política sanitaria debe hacerse. La política cuya presencia echo en falta es la que comienza cuando se terminan las buenas razones de la sociedad, donde se acaba la tarea del soberano negativo y comienza la responsabilidad del soberano positivo.

Los sectores duros de los partidos dificultan reformas que requieren pactos con adversarios.

Al hecho de que las demandas sociales estén desarticuladas se añade la circunstancia de que tales reivindicaciones son plurales, lógicamente, y en ocasiones incompatibles o contradictorias: unos quieren más impuestos y otros menos, unos software libre y otros protección de la intimidad y la propiedad, a unos les preocupa que haya menos libertades y a otros que haya demasiados emigrantes… Sin una valoración política es difícil saber cuándo se trata del bloqueo de reformas necesarias o de una protesta frente al abuso de los representantes. La protesta contra ciertas infraestructuras puede estar motivada por razones ecológicas, pero también por otras menos confesables como el célebre Not In My Back Yard (no en mi patio trasero) o por sentimientos xenófobos si lo que se va a construir es una mezquita. En cualquier caso, a quienes tienden a celebrar la espontaneidad social conviene recordarles que la sociedad no es el reino de las buenas intenciones. La legitimidad de la sociedad para criticar a sus representantes no quiere decir que quienes critican o protestan tengan necesariamente razón. El estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.
 
Existe además otro fenómeno de resistencia social antipolítica que merecería una especial atención. Me refiero al hecho de que alrededor o en los extremos de los partidos se han configurado tea parties que se erigen como protectores de los valores, representantes de las víctimas, portavoces de la multitud o de alguna revolución pendiente. Desde estas trincheras apolíticas parecen dominarse las cosas con una claridad de la que no disponen quienes tratan habitualmente con el principio de realidad. La ira de esos grupos no se dirige tanto a los adversarios como a los propios cuando amagan con rebajar el nivel de lo políticamente innegociable. Extienden una mentalidad antipolítica porque no han entendido que la política comporta siempre ciertos compromisos y concesiones. Los sectores duros de los partidos marcan el paso de una manera que probablemente no les corresponde con criterios de representatividad y dificultan ciertas reformas para las que se requiere el acuerdo político con los adversarios.
 
Dicen las encuestas que la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas y yo me pregunto, para terminar, si en esta opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante su mediocridad o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces caigamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.
 
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en la London School of Economics.
 
Fuente: Diario El País. 28 de febrero del 2014.