miércoles, 29 de agosto de 2012

Teoría sobre las condiciones sociales y políticas para una revolución.



La Revolución no está en la otra esquina

Por: Steve Levitsky (Politólogo)

En los años 70 y 80, la izquierda peruana sobrestimó –con trágicas consecuencias– la posibilidad de un triunfo revolucionario. Treinta años después, la revolución se ha convertido en una obsesión de la derecha.   Algunos periodistas limeños hablan sin cesar de una amenaza comunista. Hace poco, en un debate público en San Marcos, Víctor Andrés Ponce dijo algo que me dejó estupefacto: que las condiciones en el Perú se parecen a las de Rusia en 1917, y que “la revolución está en la esquina”.  Ponce no está solo.

El temor de una revolución es bastante extendido en los sectores conservadores de Lima.

Dada la trágica experiencia con Sendero, el movimiento revolucionario más radical y sanguinario de la historia latinoamericana, este alarmismo no es difícil de comprender.  ¿Pero realmente existen condiciones revolucionarias en el Perú? ¿Podría una minoría radical tomar el poder y establecer una dictadura comunista?

La evidencia dice que no. Las revoluciones son eventos raros. Solo ocurren bajo condiciones especiales.  En el último siglo, las revoluciones han surgido bajo tres escenarios. El primero es una masiva insurrección campesina que ocurre simultáneamente con un colapso del Estado, causado por una derrota militar.  Esa fue la historia en Rusia y China.  Según mi colega de Harvard, Theda Skocpol (cuyo libro Estados y revoluciones sociales es conocido como el mejor análisis de las causas de las revoluciones), estas condiciones son difíciles de reproducir en el mundo actual porque pocos Estados son destruidos por la guerra y las sociedades son más urbanizadas (en América Latina, por ejemplo, una insurrección campesina no sería suficiente debido al poder de las ciudades).

El segundo escenario es una revolución anticolonial (como en Mozambique o Vietnam), donde la salida del poder colonial produce un colapso del Estado. Este escenario tampoco se puede reproducir en el mundo actual.

El tercer escenario es el colapso de lo que Juan Linz llama un “régimen sultanístico”, o una dictadura ultrapersonalista, en la cual la familia del dictador controla todas las instituciones importantes del Estado.
Ejemplos son Nicaragua bajo Somoza, la República Dominicana bajo Trujillo, Cuba bajo Batista, Haití bajo Duvalier e Irán bajo el Shah. (La fiesta del Chivo, por Vargas Llosa, describe muy bien el régimen sultanístico dominicano). Los regímenes sultanísticos son vulnerables a la revolución porque, cuando el dictador cae, las instituciones del Estado –que dependen totalmente del dictador– tienden a colapsar, creando un enorme vacío de poder. Pero, aun en estos casos, una revolución solo ocurre donde una fuerza revolucionaria construye una amplia coalición opositora que incluye los sectores urbanos y una parte de la clase media. Los revolucionarios en Cuba, Irán y Nicaragua fueron apoyados por grupos religiosos, pequeños comerciantes urbanos y hasta empresarios.

Estas condiciones no existen en el Perú. Primero, el régimen no es sultanístico sino democrático. Ninguna revolución en la historia ha ocurrido bajo democracia. Segundo, los grupos radicales carecen de aliados urbanos. Sin una pata firme en Lima, ningún movimiento revolucionario puede prosperar. Tercero, el Estado peruano es débil pero no está al punto de colapsar. Sin colapso del Estado, no hay revolución.  La evidencia empírica sugiere, entonces, que no existen condiciones revolucionarias en el Perú.   

Pero ¿podría ocurrir algo como en Bolivia, donde el gobierno fue tumbado por movilizaciones sociales, permitiendo la elección de Evo Morales? No creo. Había tres condiciones en Bolivia que no existen hoy en el Perú. Primero, había una gran infraestructura de organizaciones sociales (campesinas, cocaleras, sindicales, indígenas y vecinales), con un alcance territorial y una capacidad de movilización muy superior a las peruanas, que son organizaciones locales (rondas campesinas, frentes de defensa) o pequeñas y marginales (Patria Roja). Segundo, la movilización boliviana tuvo una fuerte presencia urbana, sobre todo en El Alto. En Lima, la protesta radical es casi inexistente. Tercero, en Bolivia el mensaje antisistema de Morales recibió apoyo mayoritario; en el Perú, el voto radical no supera un tercio del electorado (y casi no existe en Lima).  

Un análisis comparado sugiere, entonces, que las condiciones bajo las cuales triunfaron movimientos revolucionarios en otros países no existen hoy en el Perú. La derecha mediática está equivocada: la revolución no está en la esquina. (Vale la pena recordar que los que hoy hablan de la amenaza comunista nos decían hace poco que Humala iba a ser otro Velasco).

El miedo exagerado del radicalismo o el desorden son peligrosos para la democracia porque pueden justificar medidas autoritarias. En el debate de San Marcos un estudiante me preguntó –refiriéndose al Perú– si prefiero la oclocracia (gobierno de muchedumbre) o el autoritarismo. ¿Oclocracia? En Argentina en 2001-2002 hubo una ola de saqueos urbanos, meses de piquetes bloqueando carreteras en todo el país y marchas masivas que tumbaron dos presidentes; en México, después de las elecciones del 2006, cientos de miles de personas tomaron el centro del Distrito Federal por dos meses, bloqueando el tráfico y ocupando edificios importantes; el año pasado, Chile fue sacudido por una masiva y prolongada protesta estudiantil, con marchas de 200.000 personas, paros y la toma de cientos de colegios y universidades. Pero en estos países nadie habló de la necesidad de escoger entre oclocracia y autoritarismo. ¡En Lima se pinta un monumento durante una manifestación que no llegó a 20.000 personas y ya estamos ante el dilema oclocracia y autoritarismo!

La combinación de democracia y minería siempre aumenta la protesta, no solo en el Perú sino en todo el mundo (el politólogo peruano Moisés Arce está por publicar un libro sobre el tema). Y en una democracia con Estado débil y mucha desigualdad, va a haber aún más conflicto social. Interpretar esa realidad como una inminente oclocracia nos lleva por un camino autoritario. Mariella Balbi escribió hace poco que Cajamarca nos enseñó que el estado de emergencia ayuda a controlar la protesta. ¡Claro! Pinochet también ayudó a controlar la protesta.   

La democracia no es fácil de consolidar. Para echar raíces, las instituciones democráticas necesitan décadas. Y tienen que pasar por algunas tormentas fuertes. Si se opta por el orden autoritario cada vez que surge el conflicto social, la democracia no se va a consolidar nunca.

Fuente: Diario La República (Perú). 19 de agosto del 2012.

sábado, 25 de agosto de 2012

Significado de la Democracia y la Democracia Contemporánea.



¿Es posible la democracia?

Por: Jorge Secada

Si la democracia es el gobierno del pueblo, pareciera que se trata de un sistema político inexistente. Según el Diccionario, democracia es favorecer la intervención del pueblo en el gobierno. Esto es tan vago que permite llamar democrático a prácticamente cualquier Estado. Una segunda acepción llama democracia al "predominio del pueblo en el gobierno". Sea lo que fuere, si la democracia requiere que, en alguna medida, el pueblo sea el que efectivamente gobierne, la democracia es imposible en países con millones de habitantes.

La respuesta usual frente a esta constatación apela a la noción de representación. En un sistema democrático, se dice, quienes gobiernan son representantes del pueblo. ¿Pero qué sentido real puede tener esta representación? Las elecciones no aseguran que sea la voluntad de los electores la que gobierne a través de sus representantes. No elegimos gobernantes como quien elige a su abogado; es más bien como si nos dieran a elegir uno entre cinco abogados, quien, una vez electo, hará lo que le parezca sin consultarnos. Podría responderse que la representación política consiste en salvaguardar los intereses del pueblo. La cuestión de cómo y quién determina esos intereses pone en evidencia que si la democracia implica la verdadera participación del pueblo en el gobierno, la noción de representación no ayuda a mostrar que algún Estado contemporáneo es democrático.

Las democracias contemporáneas, además, permiten la existencia de enormes diferencias en el poder económico de sus ciudadanos. En sociedades de escala masiva, estas diferencias se traducen con facilidad en diferencias de poder político, influyendo no solamente sobre su ejercicio sino sobre la posibilidad misma de acceso electoral al gobierno.

La teoría democrática alberga dos reacciones opuestas frente a estas críticas. Ambas aceptan lo esencial del problema. La más radical concluye que, en efecto, la democracia solamente es posible en sociedades demográficamente homogéneas y relativamente pequeñas. La más moderada busca maneras de rescatar la democracia en sociedades de masas mitigando las dificultades. Se proponen, por ejemplo, leyes para controlar el financiamiento de los candidatos en los procesos electorales o medidas que permitan el acceso popular al ejercicio del poder. Me inclino por pensar que, desde un punto de vista puramente teórico, la razón está con los primeros.

Nada de esto, por supuesto, argumenta en favor de sistemas alternativos de gobierno. Si las democracias existentes están lejos de ser democráticas, mucho más lo están las dictaduras y autocracias presentes y pasadas. En el mundo democrático actual hay por lo menos algo de libertad política efectiva. La irrestricta libertad de expresión puede servir para atenuar las desigualdades de poder económico y político, particularmente ahora que existe la red virtual. De ahí la importancia que tiene proteger a Julian Assange del alcance del gobierno de los EEUU. Repetidamente Wikileaks ha revelado información que los gobiernos afectados hubiesen preferido que no se haga pública, y ha servido para darle acceso al ejercicio del poder a quienes supuestamente lo poseen en una democracia, al menos en calidad de mirones. Ocasionalmente, sus revelaciones han sacado a la luz conductas reprobables. Nada de lo revelado ha puesto en peligro la seguridad ciudadana. Lo que sí se ha violado es el inexistente derecho de gobiernos democráticos a esconderse del escrutinio público independiente.

La cultura de las democracias capitalistas contemporáneas es la cultura liberal de consumo, cultura que crecientemente se expande por el resto del mundo. El desarrollo que promueve consiste en alcanzar ciertos niveles de productividad económica y de acumulación de capital y en construir una sociedad estable de consumidores. Aunque predique la libertad como valor supremo, no la concibe como un ejercicio de verdadera autonomía ni busca educar ciudadanos críticos frente a las estructuras de la sociedad que los rodea.

¿Cuántas niñas de 12 o 14 años quieren maquillarse? En ciertos países y grupos sociales, una mayoría. ¿De dónde les sale este deseo? Ciertamente no es innato ni natural. Es el resultado, más bien, de la publicidad y de otros mecanismos de socialización. Hace algunos años la organización contracultural Adbusters (http://www.adbusters.org) diseñó una efectiva campaña publicitaria contra el uso de cosméticos por parte de niñas y adolescentes, apoyándose tanto en valores estéticos como en los efectos nocivos de estos productos y en los procedimientos –particularmente crueles con algunos animales- que se usan para fabricarlos. Ninguna de las revistas contactadas, las principales que se dirigen hacia este sector de la población en los EEUU, aceptó publicarla. Algunas ignoraron el pedido como si se tratase de una broma de mal gusto; unas cuantas explicaron que de hacerlo pondrían en peligro la publicidad de la cual viven. Los padres saben lo difícil que es proteger a chicos aún en edad formativa de las influencias manipuladoras de corporaciones cuya única finalidad es lograr que el niño consuma a través de sus familiares. No es difícil imaginar cómo extender este argumento al resto de nuestra cultura.

El Perú hoy debe conjugar crecimiento económico con equidad y pluralidad cultural. Queremos un Estado que sea democrático en la medida de lo posible y no solo de nombre. Tenemos la suerte de estar en las márgenes de occidente y de poseer un vasto caudal de culturas que no han sido viciadas aún por la modernidad individualista liberal. Tenemos los recursos para construir un país auténtico con ciudadanos genuinamente libres. Hacerlo está en nuestras manos. 

Fuente: Diario 16 (Perú). 25/08/2012