martes, 26 de febrero de 2013

Debate sobre la definición de democracia. Steven Levistky y Nelson Manrique.


                       
Politólogos, alineamientos políticos y la Democracia liberal


Por: Steven Levistky (Politólogo, profesor de la universidad de Harvad)

En su última columna en La República (19/02), Nelson Manrique criticó a “un grupo de politólogos, por lo general alineados políticamente con los EEUU,” por caracterizar a Ecuador y Venezuela como regímenes no democráticos (en mi opinión, los dos son casos de autoritarismo competitivo, parecido al régimen de Fujimori en los 90). Dejaré que otros critiquen el argumento central de la columna que, para mí, es la receta perfecta para legitimar el régimen fujimorista. Quiero enfocarme en algo más importante, y personal. 

La mayoría de los politólogos que estudiamos los regímenes utilizamos una definición liberal y procedimental de la democracia.  En ese sentido, una plena democracia cumple con cuatro requisitos básicos: (1) elecciones libres y justas; (2) pleno sufragio; (3) amplia protección de las libertades básicas (de asociación, expresión, prensa); y (4) control civil sobre las fuerzas armadas.  Obviamente no es la única definición posible, pero, en mi opinión, sirve para distinguir las democracias de las no democracias en el mundo contemporáneo.

Bajo mi definición, por ejemplo, el Perú de Alberto Fujimori no fue una democracia, pero el Perú pos-Fujimori, con todos sus problemas, probablemente lo sea. En los casos de Venezuela (cierre de RCTV, arresto o exilio de varios periodistas, políticos, y activistas), Ecuador (varios ataques contra le prensa), y Bolivia (varios políticos exiliados), me parece que la violación de las libertades básicas (requisito 3) ha sido suficientemente serio para decir que no son plenas democracias.  Se puede discrepar, sobre todo en los casos de Ecuador y Bolivia, que se encuentran cerca de la frontera entre democracia y autoritarismo competitivo, pero es una definición clara, transparente, y ampliamente usada en las ciencias sociales.

¿Esta definición de la democracia, que insiste no solo en elecciones sino también en la protección las libertades básicas, es norteamericana?  ¿Tan norteamericana que se puede caracterizar a los que adherimos a esa definición como “aliados políticos” de los EEUU?  Manrique sugiere que sí.  Wow.  

Voy a responder de una manera personal, pero con el fin de hacer un punto general.  He pasado la gran parte de mi vida cuestionando la política exterior de mi gobierno.  Empecé a estudiar América Latina en los años 80, como activista universitario luchando contra las políticas de Reagan en América Central.  Rechazaba siempre el embargo norteamericano contra Cuba y apoyaba el establecimiento de relaciones diplomáticas con el gobierno de Fidel Castro.  No me gustaban mucho las recetas económicas promovidas por Washington en América Latina en los 80 y 90. Me opuse al gobierno de Fujimori mientras mi gobierno lo apoyó.  Salí a la calle a protestar contra la guerra en Iraq.  Me horrorizó el apoyo de George W. Bush al golpe contra Hugo Chávez y la campaña gringa contra Evo Morales en 2002.  Lloré (de felicidad) cuando ganó Evo en 2005.  Hace dos años, discutí con la embajadora norteamericana en el Perú porque me parecía que ella apoyaba a una candidata autoritaria.  No sé si eso es alineamiento político con los EEUU.  Pero mi punto es otro.

Mi compromiso con la democracia liberal no surge de los EEUU.  Surge de mi alineamiento político con la izquierda latinoamericana. 

Mi formación política es de izquierda.  Mi primer amor latinoamericano fue la Revolución Sandinista.   Como muchos “Sandalistas” de aquella época, no me preocupaba mucho por la democracia liberal, me atraía más la democracia participativa.   Pero en mis estudios universitarios y de pos-grado, conocí a una generación de intelectuales y políticos latinoamericanos que me impactó muchísimo.  Marcelo Cavarozzi y Guillermo O’Donnell de Argentina; Fernando Henrique Cardoso, Bolivar Lamounier, y Francisco Weffort de Brasil; Sergio Bitar, Manuel Antonio Garretón, y Arturo Valenzuela de Chile; Guillermo Ungo de El Salvador; Julio Cotler de Perú. 

Todos eran de izquierda o centro-izquierda.  Algunos habían cuestionado (o minimizado la importancia de) la democracia liberal en los años 60 y 70.  Pero luego vivieron el colapso de la democracia y, en varios países, el surgimiento del autoritarismo burocrático. Fue la noche más oscura en América Latina.  Muchos intelectuales de izquierda sufrieron, en carne propia, el costo de perder la democracia liberal.  Esa experiencia, la tremenda violencia del Estado contra sus propios ciudadanos, los marcó fuertemente,   generó en muchos un nuevo compromiso con la democracia liberal.  Seguían siendo de izquierda (algunos más moderados que otros), pero a partir de la experiencia del autoritarismo burocrático, se transformaron en demócratas liberales de verdad.  

Esa generación de intelectuales latinoamericanos me formó. Fueron (y son) mis héroes.  Fueron ellos, que perdieron la democracia, pagaron un precio enorme, y aprendieron, quienes me enseñaron el valor de la democracia liberal.  Me enseñaron que si queremos instituciones democráticas fuertes, tenemos que defenderlas siempre,  y no solo cuando los autoritarios son del otro lado político.  Porque si nos callamos ante la violación de las normas y derechos democráticos por un gobierno de izquierda, estas normas y derechos no estarán para protegernos cuando (inevitablemente) vengan los gobiernos de derecha. Quizás fue la brillantez de O’Donnell; quizás fue la profundidad del mal que fue el autoritarismo burocrático, pero nunca olvidé esa lección, y no dejaré nunca de enseñarla a mis alumnos.   

Debo mi formación democrática liberal, entonces, a mi alineamiento político con la izquierda latinoamericana. Aprendí el valor de la democracia liberal gracias a las enseñanzas de Cardoso, Cavarozzi, Cotler, Garretón, Lamounier, O’Donnell, Ungo, Valenzuela, Weffort, e otros intelectuales y políticos latinoamericanos. Sugerir, entonces, que la democracia liberal es algo norteamericano es, primero, equivocado. O’Donnell y otros mentores míos eran demócratas liberales orgánicos de América Latina. Su liberalismo no surgió de las universidades (o embajadas) norteamericanas, sino de sus propias experiencias latinoamericanas.  No reconocer la existencia (y legitimidad) de este liberalismo político latinoamericano me parece un insulto.  Me molesta.   Y asociar el liberalismo político de los mejores politólogos peruanos con un “alineamiento político con los EEUU” me parece realmente lamentable.

* La Asociación Civil Politai agradece a Steven Levitsky (Universidad de Harvard) por publicar su comentario en este medio. La Asociación no comparte necesariamente las opiniones del autor.

Fuente: Revista Politai (Edición Electrónica). 23 de febrero de 2013

Respuesta a Levitsky

Por: Nelson Manrique (Historiador y sociólogo)

El artículo que publiqué la semana pasada (“Democracia: quién la califica”,http://bit.ly/13ik5EV) ha provocado reacciones que me gustaría comentar. Empiezo por el artículo publicado por Steven Levistsky en la edición electrónica de la revista Politai (“Politólogos, alineamientos políticos y la Democracia liberal”, 23 de febrero,http://t.co/4EaYxjl5YJ). Las citas que inserto a continuación provienen de este texto.
Steven ha reaccionado a mi comentario, relativo a “un grupo de politólogos, por lo general alineados políticamente con los EEUU” al caracterizar a Argentina, Ecuador y Venezuela como regímenes no democráticos (él los caracteriza como “autoritarismo competitivo, parecido al régimen de Fujimori en los 90”, aparentemente dejando fuera de esta definición a Argentina).
Steve ha sentido que le endilgo la defensa de la política imperialista norteamericana y ha documentado ampliamente los orígenes de su posición de liberal de izquierda. Entiendo su molestia y me disculpo. No fue mi intención sugerir semejante idea. Para zanjar el tema: considero a Steven un sincero liberal de izquierda a quien aprecio, con quien concuerdo en muchas cosas y con quien me alegra poder debatir nuestras diferencias. Cuando en las elecciones del 2011 circuló en las redes sociales la broma de proponerle a los EEUU entregarle cierto político peruano a cambio de que nos dieran a Levistky fui uno de los más entusiastas suscriptores de la iniciativa y él lo sabe, porque se lo conté.
Vamos con nuestras diferencias. A mi manera de ver estas giran en torno a cómo definir la democracia. Basándose en su aproximación teórica –liberal procedimental– Steve afirma: “Una plena democracia cumple con cuatro requisitos básicos: (1) elecciones libres y justas; (2) pleno sufragio; (3) amplia protección de las libertades básicas (de asociación, expresión, prensa); y (4) control civil sobre las fuerzas armadas”. Precisando que esta no es la única definición posible, Steve concluye, “en mi opinión, sirve para distinguir las democracias de las no democracias en el mundo contemporáneo”. Me sorprende que a partir de esa definición él no caracterice al Perú post-fujimori como una democracia plena, e inserte una reserva: “probablemente lo sea”.
A mi manera de ver, la insuficiencia de esta definición es quedarse precisamente en lo procedimental: en las formas sacrificando el contenido. Cuando los ciudadanos asisten a votar periódicamente en elecciones con pleno respeto de los procedimientos, pero los elegidos traicionan su programa cuando asumen el poder, y hacen precisamente lo contrario de lo que prometieron, queda comprometido un elemento que considero central en cualquier definición útil de democracia: el respeto de la voluntad ciudadana. Como el propio Steve ha escrito en otra oportunidad: “Con el tiempo, las promesas incumplidas socavan la confianza de la gente … en la propia democracia” (“Confianza y las instituciones democráticas”, Politai, 29 de julio de 2011).
Durante las dos últimas décadas en el Perú en las elecciones han triunfado las propuestas de izquierda, pero invariablemente quien gobierna es la derecha. Esto no sólo es aceptado, sino en ocasiones festejado por liberales (subrayo que no me refiero a Steve) que celebran la traición a lo prometido, porque concuerdan con el programa de los derrotados.
La idea de castigar a los transgresores con el voto en la próxima elección no es un gran consuelo cuando la situación se vuelve a repetir una y otra vez, como viene sucediendo en el Perú. Es bueno recordar que Ollanta Humala fue elegido, entre otras cosas, porque prometió cambiar este estado de cosas. Este no es un entorno político que permita cimentar una cultura democrática (la democracia es también una cultura). Más bien termina convirtiendo al cinismo en el sello de la política, como bien lo ilustra un personaje como Marco Tulio Gutiérrez; precisamente el tipo de ambiente que creó a Chávez, Correa y los Kirchner (a propósito, busquen algún texto en que yo los haya defendido).
Vuelvo a la constatación inicial de mi primer artículo. Rafael Correa ha sido reelegido en Ecuador con cerca del 60% de los votos y, lo más importante, ganando cerca de un centenar de los 137 parlamentarios que tiene el Congreso ecuatoriano. Podemos refugiarnos complacientemente en la idea de que esto es expresión del atraso político de los ecuatorianos (¡tan por debajo de nuestros estándares democráticos!), o empezar a preguntarnos sobre los límites de la definición de democracia desde la que estamos enjuiciando la realidad.
Fuente: Diario La República. 26 de febrero del 2013.

martes, 19 de febrero de 2013

Percepción ciudadana de la política y la democracia en el Perú y Latinoamérica. Revisión comparada del Latinobarómetro.

Democracia: quién la califica

Por: Nelson Manrique (Historiador y sociólogo)
La reelección de Rafael Correa a la presidencia del Ecuador, con un contundente 56% en primera vuelta,  vuelve a plantear una cuestión incómoda para los politólogos: cómo a pesar de su apetito reeleccionista Chávez, Kirchner y Correa gozan del apoyo mayoritario de sus ciudadanos. Esto suele atribuirse al atraso político, pero la evidencia empírica muestra otro panorama.

Revisemos el Latinobarómetro 2011, la fuente más importante de información acerca de las percepciones sobre la política y la democracia en América Latina, que permite comparar la conciencia democrática existente en Argentina, Venezuela, Ecuador y Perú.

La afirmación: “La democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno” es suscrita en Argentina, Venezuela y Ecuador por 88, 86 y 84% de los ciudadanos, respectivamente; sólo los supera Uruguay, con 90%. En el Perú la suscribe un 73%, por debajo del promedio regional (76%).

A la pregunta: “¿Cuán democrático es su país”, usando una escala en que el “1”quiere decir que “el país no es democrático” y el “10” que “es totalmente democrático”, en Venezuela, Argentina y Ecuador los ciudadanos sitúan a sus países con índices de 7.3, 6.8 y 6.5, respectivamente. Los peruanos situamos nuestra democracia en 6.1, por debajo del promedio de América Latina, que es de 6.4. Eso sí, estamos convencidos de que Venezuela no es democrática y le otorgamos apenas un 3.7.
También salen bastante malparadas nuestras convicciones democráticas cuando se pide tomar posición frente a la afirmación: “Bajo ninguna circunstancia apoyaría a un gobierno militar”. Mientras que en Venezuela, Argentina y Ecuador quienes la suscriben se sitúan por encima del 70%, en el Perú sólo lo hace un 54%;  muy por debajo del 66% del promedio regional.
Veamos ahora la confianza interpersonal: cuánto confiamos en nuestros conciudadanos. La afirmación: “Hablando en general, ¿diría Ud. que se puede confiar en la mayoría de las personas?” en Argentina, Venezuela y Ecuador la suscriben el 28, 25 y 24% de los ciudadanos; nuevamente por encima del promedio regional (22%) y por supuesto del Perú, que llega al 18%.
Algo similar sucede con relación a la confianza en las instituciones. En Ecuador, Venezuela y Argentina confía el 62, 51 y 48% respectivamente (promedio latinoamericano 40%), mientras en el Perú lo hace apenas un 34%.
El cumplimiento de la ley por los ciudadanos expresa la medida en que ellos se identifican con sus instituciones y su orden jurídico. En Ecuador, Venezuela y Argentina quienes consideran que los ciudadanos cumplen las leyes ascienden al 39, 32 y 28%, respectivamente (promedio regional, 31%). Aquí batimos el récord: el Perú se sitúa en el último lugar, con apenas un 12% que opina así. Ocupamos asimismo el final de la fila en lo que atañe a consciencia de nuestras obligaciones y deberes (17%) y tampoco estamos mejor en lo que a consciencia de nuestros derechos se refiere.
Resulta entonces que los ciudadanos de Argentina, Venezuela y Ecuador consideran sus países más democráticos que el promedio de América Latina y por supuesto del Perú (nosotros estamos en todo por debajo del promedio), muestran una mayor conciencia de sus deberes y derechos y una mayor identificación con sus instituciones. Asimismo, se sienten menos discriminados social y racialmente, confían más en la democracia para defender sus intereses y creen que ésta brinda las mejores condiciones para crecer económicamente, y un largo etecétera. Pero al parecer la opinión de los ciudadanos de esos países no cuenta a la hora de juzgar si viven una democracia o no; quienes lo dictaminan finalmente son los medios de comunicación y un grupo de politólogos, por lo general alineados políticamente con los EEUU, y al diablo con la opinión de los directamente interesados.
Es interesante reflexionar sobre estas disonancias cognitivas porque a buena parte de nuestros ciudadanos le es perfectamente indiferente que quienes impulsan la campaña por la revocatoria de Susana Villarán sean impresentables (por algo se esconden), reconocidamente corruptos y guiados por intereses éticamente repugnantes. Coincidencia: los nombres de Alan García, Hernán Garrido Lecca, Aurelio Pastor y Carlos Arana vuelven a ocupar las primeras planas por corrupción, y los fujimoristas acaban de impedir que se levante el secreto bancario y la reserva tributaria a Alan García. Seguiremos.
Fuente: Diario La República (Perú). 19 de febrero del 2013.

sábado, 9 de febrero de 2013

Cuestionamiento al factor intercultural en los conflictos sociales (recursos naturales) del Perú.

           

El Mito de la Interculturalidad


Por: Alfredo Barnechea (Periodista y analista)

Con ocasión de la transmisión de mando, un grupo de peruanos se reunió con uno de los dignatarios asistentes. En la conversación que se generó, uno de los asistentes le dijo que los conflictos sociales se producían porque no se respetaba la “interculturalidad” –y casi todo el resto apoyó esa opinión.

Como la “renta natural” ordena la economía peruana, los conflictos que la “traban” constituyen un debate crucial. Casi dos tercios de las exportaciones vienen de los metales. Si les agregamos todas las que salen de la tierra (incluidas las que se transforman en manufacturas), el grueso de lo que el país intercambia con el mundo viene del suelo. De hecho, históricamente, el Perú ha sido, básicamente, un país minero.

Discrepé de esa posición porque encuentro que refleja una confusión –si no un oportunismo intelectual (y político). Por tanto creo que es útil explicar por qué, sin revelar nombres de los protagonistas.

La palabra “interculturalidad” no aparece en el Diccionario de la Academia. Tampoco “culturalidad”. Aparecen, sí, “inter”, que viene del latín (“entre o en medio”), y por supuesto cultura (“conjunto de modos de vida y costumbres”). Debemos asumir que los conflictos se producirían por no respetar la “cultura” de los pueblos.

En el Perú, los conflictos sociales están atados principalmente a los recursos naturales. ¿Por qué se producen?
La democracia no es sino un sistema a través del cual se organizan las presiones económicas. Así, los conflictos se producen como una manera de presionar para obtener una parte de la “renta natural”. Por tanto, no es en primer término un tema “cultural” sino económico.

El problema es enseguida político: como hay una crisis de “representación”, no existiendo canales políticos, la protesta es la manera de “participar”.

Otra dimensión política de esa “crisis de representación” (otra de cuyas dimensiones es la ausencia o crisis de partidos) es que nadie confía en el Estado, ni en su competencia ni en su imparcialidad: “el Estado no va a defenderme”.

En tercer lugar, es un problema “legal”. ¿De quién son las cosas? ¿Cómo distinguimos la propiedad del suelo de la del subsuelo? El derecho heredado de España (y Roma) es diferente del derecho sajón. Asimismo, la propiedad ha sido siempre históricamente confusa en el Perú. Hay por tanto una competencia de “propiedades”. ¿A quién me dirijo? ¿Ante quién protesto?

La idea de la “interculturalidad” alude indirectamente a un país en dispersión, como si estuviera en una vía parecida a los países balcánicos. El Perú es por supuesto un país multicolor, probablemente como herencia desde las behetrías preincas, pero tiene una vocación unitaria.

Tres cuartas partes de su población es ya urbana. Acaso el 2021 dos tercios vivirán en menos de diez ciudades. Las ciudades no solo son gigantescas “aglomeraciones” sino vehículos de unificación cultural.

Todo esto no significa que no haya problemas culturales, ni de inclusión social, pero ellos enmascaran otra cosa. En su magnífico libro ‘Viajes con Herodoto’, Kapuscinski dice que en la India “conflictos con un fondo del todo diferentes –social, religioso, económico– podían tomar la forma de una guerra de lenguas”.

En el Perú podrían disfrazarse de conflictos “culturales” pero no son sino conflictos por el reparto de la “renta natural”. Si el derecho lo permitiera, y hubiera algo parecido a lo que tiene Alaska (un cheque neto entregado a los involucrados directamente, “físicamente” en un recurso natural), ¿cuántos conflictos sobrevivirían? Sería interesante comparar cómo resolvieron Australia, Canadá, o Noruega, estos problemas.

En suma, enfocar este problema crucial como un tema cultural es una falsificación. Aunque quizá “falsificación” no sea la palabra correcta. Al fin y al cabo, en arte una falsificación es una copia (real aunque no autenticada) de algo existente. Estamos más bien ante una “invención”, y una invención que, al confundir el problema, confunde (y dilata) las soluciones.

En suma, el problema que tenemos es cómo se reparte la renta natural (qué le toca, de verdad, a cada quien y cómo se distribuye equitativamente). Esto, a su vez, está conectado a cómo reorganizamos políticamente la sociedad peruana, empezando por la política, ya que, como no hay adecuada organización política, ni derecho, los conflictos se desbocan.

Zygmunt Bauman se hizo célebre con su concepto de la “modernidad líquida”. El Perú se transformó, en nuestras narices, en una sociedad “líquida”: una sociedad en estado fluido, por tanto volátil, sin valores sólidos, donde los lazos potentes del pasado (esto se ve sobre todo en la política) han sido reemplazados por lazos frágiles y provisionales.

El problema no es la “interculturalidad”: es político y económico.

Fuente: Revista Caretas (Perú). 01 de septiembre del 2011

Recomendado:

¿Descartar la interculturalidad?. José Ignacio López Soria.