martes, 19 de noviembre de 2013

Entre el "idiotes" y el "polites". La democracia y los idiotas.


Disidencias. A propósito de los idiotas


Alberto Adrianzén Merino (Sociólogo)
Hoy la palabra idiota está de moda. Según el Diccionario de la Real Academia Española, idiota es aquella persona "tonta, carente de entendimiento". Sin embargo, hay otro significado de idiota e idiotez, que va más allá del simplismo y del insulto. Incluso, de los idiotas llamados "carnívoros" o "herbívoros".

Giovanni Sartori, en su obra más importante: Teoría de la democracia, define la idiotez como lo opuesto a la "polites": "para los griegos, hombre y ciudadano significaban exactamente lo mismo, de la misma forma que participar en la vida de la polis, de su ciudad, significaba vivir. Lo que no quiere decir que el polites no gozara de libertad individual en el sentido de un espacio privado existente de facto. Pero el significado y el valor de esta noción lo revelan el término latín privatus y su equivalente griego idion. En latín privatus, es decir, privado, significa privado (del verbo privare, privar de algo), y el término se empleaba para designar una existencia incompleta e imperfecta en relación con la comunidad. El vocablo griego idion (privado), en contraste con koinon (el elemento común), denota aún con mayor intensidad el sentido de privación. De acuerdo con ello, "idiotes" era un término peyorativo que designaba al que no era polites "un no ciudadano y, en consecuencia, un hombre vulgar, ignorante y sin valor, que solo se interesaba por sí mismo" (págs. 352-353). Se puede definir, por lo tanto, al idiota como aquella persona que no se ocupa de los asuntos públicos sino solo de sus intereses privados. 

Y si bien es cierto que ese debate fue planteado por los griegos hace ya muchos siglos, cierto es también que la teoría y la filosofía políticas modernas (llámese liberal), representan el triunfo de la "idiotes" (en sentido griego). Dicho en palabras simples: es el nacimiento del individuo disociado del ciudadano y de la pertenencia a una comunidad. El individuo tiene un valor en sí mismo. Por ello, el paradigma del hombre moderno es Robinson Crusoe, personaje que no requiere de otro individuo para reconocerse como tal, salvo su convivencia con un perro que le recuerda su condición de humano. Su humanidad está en él mismo y no en los otros. Fue el francés Benjamín Constant, crítico de la Revolución Francesa, en su famoso discurso en el Ateneo de París en 1819: "Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos", el que le da, finalmente, la partida pública de nacimiento a este individuo moderno.

Hoy pocos discuten la importancia de la "idiotes", es decir del individuo y del individualismo en la vida democrática y social. Ahí no radica el problema; más aún, cuando sabemos que la "polites", es decir, este esfuerzo por vivir en una comunidad imaginada, muchas veces, ha conducido a los hombres al terror y al totalitarismo al invadir la esfera privada. Otro es el problema.

Es que estos "idiotas" modernos, por llamarlos de algún modo, creen que la justicia (incluyendo la social), como un acto consciente de los hombres, es un error. La idea de que la justicia es un contrato (o pacto) para no hacer mal y evitar sufrirlo, como dirían los griegos y más adelante Hobbes, no es posible. Ello supondría "corregir" un orden social que es concebido, como dice Hayek, como "el resultado de las acciones de los hombres pero no de sus propósitos". La realidad, se convierte en una "externalidad" que los hombres no pueden controlar ni cambiar. No es posible una sociedad autorreflexiva capaz de reformar el orden social. 

La otra idea, como dice el propio Constant, es que los hombres modernos "no podemos gozar de la libertad de los antiguos, la cual se componía de la participación activa y constante del poder colectivo. Nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada". Por eso, siguiendo a Constant, el hombre moderno no puede dedicarle su tiempo y energía al ejercicio de los derechos políticos y sí más bien al de sus derechos privados, incluyendo la libertad. Todo esto fundamentado en unos supuestos "derechos naturales" (entre ellos el de la propiedad privada) preexistentes al hombre y no, como diría Leo Strauss, expresión del "deber civil" de los propios hombres.

Por ello, la propuesta de estos nuevos "idiotas" es simple: preocúpate de ti mismo y que el resto no te importe. Es el crepúsculo del deber cívico y político, bajo el supuesto, idiota por lo demás, que si a mí me va bien al resto también. 

www.albertoadrianzen.org

Fuente: Diario La República. 03 de marzo del 2007.

domingo, 17 de noviembre de 2013

La trampa de el voto voluntario en el Perú.

¿Voto voluntario? Voto en contra
Hugo Neira (Sociólogo)
"Hay que ir a votar, y votar bien. Y aceptar al menos eso, el privilegio del error 
compartido, si volvemos, otra vez, a equivocarnos"

¿A quién le gusta la obligación? A nadie. Pero por imposición, cada día, acudimos a muchas cosas, al trabajo por ejemplo. Somos libres, pero, qué duda cabe, al vivir en sociedad, en nuestras pobladas ciudades o en la más modesta de nuestras aldeas, no lo somos del todo. No podemos salir desnudos por las calles, ni podemos aparcar –o cuadrar como decimos– el auto en medio de una plaza de armas. No podemos hacer lo que nos viene en gana. Ahora lo que no surge del íntimo querer es coerción y norma. Pagar impuestos, pararse ante la luz roja (para no matar a alguien) y, aunque discrepe de muchos, ir a votar aun no quiera hacerlo. Escribo estas líneas cuando el voto voluntario vuelve a la agenda del Congreso.  Reforma constitucional a la que me opongo. Con las armas de la razón. Dos son las tesis para adoptarlo.
Se argumenta, en primer lugar, la no obligación del voto en Estados Unidos. Ciertamente, los ciudadanos norteamericanos no están obligados a ir a urnas, pero lo que no se está diciendo, lo que se escamotea, es señalar que en realidad votan muchas veces entre una presidencial  y la siguiente, votan para elegir jueces, comisarios, sheriffs, para gobernadores, alcaldes; votan, votan, votan, van a las urnas unas 17 veces. Ninguna democracia exige mayor participación. Se entiende entonces el voto voluntario. Y he dejado fuera del debate el que en el Norte cuenten con instituciones que no tenemos, una tradición y costumbres democráticas desde el siglo XIX, como lo explica Tocqueville. Un poco, pues, de sinceridad. Aquí estamos en el comienzo de la construcción de Estado y ciudadanía y no para lujosas abstenciones. ¿A este país, al borde de la desobediencia, lo empujan además a no votar?
¿Qué es votar?  No es solo darse mandatarios que luego nos traicionen, algo hay de cierto, y es eso que alimenta la desconfianza general. Pero señalo, el voto es un contrato, un acuerdo. Algo entre un Estado y quienes habitan un territorio y una sociedad, o sea, los ciudadanos. Ahora bien, un ciudadano no es un individuo, que puede aspirar a la felicidad de no tener obligaciones, sino el mismo individuo con derechos y deberes. En fin, no me alcanza el espacio para explicar, ahora, a Rousseau. Así las cosas, me preguntaba si el sentido común había emigrado del debate. Felizmente no. Hojeando diarios, hallé una carta de lector, muy cuerda. La firma Rolando Calderón, a quien no conozco personalmente. “¿Qué representatividad puede tener –pregunta– un gobernante elegido por una real minoría de ciudadanos?”. En el colofón a su carta añaden los editores: “En la encuesta de Apoyo, el 62 por ciento de los limeños está a favor del voto voluntario, pero tiene usted razón, el tema merece pensarse antes de una reforma definitiva”. Vaya, es lo que aquí hacemos.
El segundo argumento a favor del voto voluntario es una brillante falacia. ¿Cómo va a ser bueno algo que nos imponen? Lo usan algunos políticos; eso es coerción, dicen escandalizados. Pero mi querido Víctor Andrés, la práctica del Estado es eso mismo, “el uso de la violencia legítima” (Max Weber). Violencia real y simbólica, se entiende. Claro que puede obligarse a muchas cosas, a ir a la guerra por ejemplo, que es peor que votar, y en nombre del bien común. Sí, pues, ¿donde está la novedad? ¿No sustenta aquí y en todo lugar, juzgados, fronteras, y cobranzas coactivas? El Estado emergió como esa fuerza que impuso la ley en sociedades del tumulto, eso es Hobbes, el Leviatán, un mal necesario. Así nació el Estado liberal, ante el  desorden.  Pero claro, en este país en que hubo que esperar a Fujimori para aceptar la obligación del impuesto y donde nos pasamos la era republicana sin el servicio militar obligatorio, solo reclutaban a los pobres inditos, el argumento que estimula la dejadez cae a pelo. En fin, otros muy calculadores esperan sacar provecho de la tendencia al no-voto que llaman “facultativo” a sabiendas que, si se aprueba, los que acudan a urnas serán pocos. Es un pobre cálculo. Espero que no lo suscriban partidos y tendencias populares. Sería casi confesar desconfianza en el sentido común de esas mismas masas populares. No hay que creerlas irracionales. No lo son las 1,800 mesas de diálogo en este país. Hay que dejar de soñar que se pueden manejar los retrasos. En fin, pienso lo peor. El derecho al no voto, en las circunstancias peruanas, otorga legitimidad por entero al desapego, a la anomia. Sería una ley para separar y no integrar sociedad e instituciones. Un tiro a la sien de la República. Un truco de politiqueros. Una trampa. Cuidado, peruanos: los invitan a vivir como extraños en su propio país. Ya llegarán tiempos felices en que merezcamos, como decía Borges, no tener gobiernos. No en el Perú actual. Las condiciones históricas, anímicas, morales, que impusieron como sentido común el voto obligatorio en 1931 no han desaparecido. Hay que ir a votar, y votar bien. Y aceptar al menos eso, el privilegio del error compartido, si volvemos, otra vez, a equivocarnos.

Fuente: Diario La República. 30 de abril del 2005.