¿Voto voluntario? Voto en contra
Hugo Neira (Sociólogo)
"Hay
que ir a votar, y votar bien. Y aceptar al menos eso, el privilegio del error
compartido, si volvemos, otra vez, a equivocarnos"
compartido, si volvemos, otra vez, a equivocarnos"
¿A quién le gusta la obligación? A nadie. Pero por imposición, cada día, acudimos a muchas cosas, al trabajo por ejemplo. Somos libres, pero, qué duda cabe, al vivir en sociedad, en nuestras pobladas ciudades o en la más modesta de nuestras aldeas, no lo somos del todo. No podemos salir desnudos por las calles, ni podemos aparcar –o cuadrar como decimos– el auto en medio de una plaza de armas. No podemos hacer lo que nos viene en gana. Ahora lo que no surge del íntimo querer es coerción y norma. Pagar impuestos, pararse ante la luz roja (para no matar a alguien) y, aunque discrepe de muchos, ir a votar aun no quiera hacerlo. Escribo estas líneas cuando el voto voluntario vuelve a la agenda del Congreso. Reforma constitucional a la que me opongo. Con las armas de la razón. Dos son las tesis para adoptarlo.
Se argumenta, en
primer lugar, la no obligación del voto en Estados Unidos. Ciertamente, los
ciudadanos norteamericanos no están obligados a ir a urnas, pero lo que no se
está diciendo, lo que se escamotea, es señalar que en realidad votan muchas
veces entre una presidencial y la siguiente, votan para elegir jueces,
comisarios, sheriffs, para gobernadores, alcaldes; votan, votan,
votan, van a las urnas unas 17 veces. Ninguna democracia exige mayor participación.
Se entiende entonces el voto voluntario. Y he dejado fuera del debate el que en
el Norte cuenten con instituciones que no tenemos, una tradición y costumbres
democráticas desde el siglo XIX, como lo explica Tocqueville. Un poco, pues, de
sinceridad. Aquí estamos en el comienzo de la construcción de Estado y
ciudadanía y no para lujosas abstenciones. ¿A este país, al borde de la
desobediencia, lo empujan además a no votar?
¿Qué es
votar? No es solo darse mandatarios que luego nos traicionen, algo hay de
cierto, y es eso que alimenta la desconfianza general. Pero señalo, el voto es
un contrato, un acuerdo. Algo entre un Estado y quienes habitan un territorio y
una sociedad, o sea, los ciudadanos. Ahora bien, un ciudadano no es un
individuo, que puede aspirar a la felicidad de no tener obligaciones, sino el
mismo individuo con derechos y deberes. En fin, no me alcanza el espacio para
explicar, ahora, a Rousseau. Así las cosas, me preguntaba si el sentido común
había emigrado del debate. Felizmente no. Hojeando diarios, hallé una carta de
lector, muy cuerda. La firma Rolando Calderón, a quien no conozco
personalmente. “¿Qué representatividad puede tener –pregunta– un gobernante
elegido por una real minoría de ciudadanos?”. En el colofón a su carta añaden los
editores: “En la encuesta de Apoyo, el 62 por ciento de los limeños está a
favor del voto voluntario, pero tiene usted razón, el tema merece pensarse
antes de una reforma definitiva”. Vaya, es lo que aquí hacemos.
El segundo
argumento a favor del voto voluntario es una brillante falacia. ¿Cómo va a ser
bueno algo que nos imponen? Lo usan algunos políticos; eso es coerción, dicen
escandalizados. Pero mi querido Víctor Andrés, la práctica del Estado es eso
mismo, “el uso de la violencia legítima” (Max Weber). Violencia real y
simbólica, se entiende. Claro que puede obligarse a muchas cosas, a ir a la
guerra por ejemplo, que es peor que votar, y en nombre del bien común. Sí,
pues, ¿donde está la novedad? ¿No sustenta aquí y en todo lugar, juzgados,
fronteras, y cobranzas coactivas? El Estado emergió como esa fuerza que impuso
la ley en sociedades del tumulto, eso es Hobbes, el Leviatán, un mal necesario.
Así nació el Estado liberal, ante el desorden. Pero claro, en este
país en que hubo que esperar a Fujimori para aceptar la obligación del impuesto
y donde nos pasamos la era republicana sin el servicio militar obligatorio,
solo reclutaban a los pobres inditos, el argumento que estimula la dejadez cae
a pelo. En fin, otros muy calculadores esperan sacar provecho de la tendencia
al no-voto que llaman “facultativo” a sabiendas que, si se aprueba, los que
acudan a urnas serán pocos. Es un pobre cálculo. Espero que no lo suscriban
partidos y tendencias populares. Sería casi confesar desconfianza en el sentido
común de esas mismas masas populares. No hay que creerlas irracionales. No lo
son las 1,800 mesas de diálogo en este país. Hay que dejar de soñar que se
pueden manejar los retrasos. En fin, pienso lo peor. El derecho al no voto, en
las circunstancias peruanas, otorga legitimidad por entero al desapego, a la
anomia. Sería una ley para separar y no integrar sociedad e instituciones. Un
tiro a la sien de la República. Un truco de politiqueros. Una trampa. Cuidado,
peruanos: los invitan a vivir como extraños en su propio país. Ya llegarán
tiempos felices en que merezcamos, como decía Borges, no tener gobiernos. No en
el Perú actual. Las condiciones históricas, anímicas, morales, que impusieron
como sentido común el voto obligatorio en 1931 no han desaparecido. Hay que ir
a votar, y votar bien. Y aceptar al menos eso, el privilegio del error
compartido, si volvemos, otra vez, a equivocarnos.
Fuente: Diario La República. 30 de abril del 2005.
No hay comentarios:
Publicar un comentario