LIBERALISMOS
Por. Eduardo Dargent (Politólogo y profesor de la PUCP)
Si algo permite agrupar a los diversos autores que son llamados liberales es la protección de la autonomía. Esta autonomía conlleva la necesidad de establecer límites a la potestad del Estado o cualquier otro poder para tomar decisiones en nuestro nombre. Por diversas razones, dicha idea ha ido generalizándose en los últimos siglos. El paternalismo, la preeminencia de la comunidad o la religión han perdido piso como justificaciones para regular la vida social. Por supuesto, las fronteras precisas a la intervención estatal, o qué tipo de economía es compatible con dicha autonomía, no son claras y le deseo suerte a quien pretenda encontrar en Locke, Smith o la naturaleza humana una respuesta precisa. Pero ese espacio de autonomía es lo que distingue al liberalismo de otras ideologías.
Hay, sin embargo, una tensión antigua en el liberalismo sobre cómo entender y por qué defender dicha autonomía. No es una distinción original, se ha resaltado mucho en la filosofía política. Por un lado, hay liberales optimistas, confiados en los beneficios positivos de la autonomía en el largo plazo. Para estos liberales la protección de la libertad individual tiene como resultado adicional lograr el mayor bien común, sociedades más prósperas que alcanzan el bienestar para sus miembros. Paradójicamente, entonces, estos liberales ofrecen una justificación utilitaria (el bien común) para defender valores que son antimayoritarios. J.S. Mill en “Sobre la libertad” o Kant en algunos de sus escritos políticos, por ejemplo, justifican esta protección a la autonomía en términos de un mejor futuro.
Pero hay otra tradición liberal más pesimista, escéptica. Defenderá la autonomía más por su valor intrínseco y por desconfianza al poder y los grandes proyectos comunitarios, sean conservadores o progresistas, que por convicción de que las cosas serán mejores. Esta tradición no abandona la sospecha de que, en varios casos, la libertad puede dar lugar a nuevos males sociales, dañar la esfera pública o engendrar nuevos peligros que afecten la propia autonomía. Son más conscientes, por ejemplo, de que la desigualdad económica genera desigualdad política, y tienen mucha menos confianza de que esas influencias y poderes no afectarán la libertad. Raymond Aron, Isaiah Berlin o Judith Shklar representan, entre otros, ese segundo tipo de liberalismo escéptico.
Me parece que esta distinción permite entender mejor las posiciones de algunos liberales en el país. A veces el mismo autor puede adoptar diferentes posiciones a través del tiempo. Mario Vargas Llosa en los ochenta y noventa, por ejemplo, parecía más cerca del primer liberal por su confianza en el papel transformador del mercado. Asimismo, en “La revolución capitalista en el Perú”, Jaime de Althaus también parece más cerca a este liberalismo optimista. Colocaría a Alfredo Bullard y Gonzalo Zegarra más hacia ese lado. Por supuesto, al poner a la gente en “cajas” cometo algunas injusticias: ni Alfredo ni Gonzalo, y, como veremos, ni Vargas Llosa ni De Althaus dejan de lado la necesidad de reformas en ámbitos políticos. Pero sí está presente en ellos este optimismo. Llevado a extremos, este discurso optimista puede ser civilizatorio e incluso iliberal, como en “El perro del hortelano” del expresidente García.
También encuentro algunos exponentes del lado pesimista. El tono del Vargas Llosa actual en “La civilización del espectáculo”, por ejemplo, lo aproxima más al segundo liberal, preocupado de que el costo de la autonomía sea la destrucción de otros valores y abierto a una actividad estatal más firme para promover determinados valores que considera buenos. Asimismo, en su más reciente “La promesa de la democracia”, De Althaus resalta que la revolución capitalista podría no tener efectos políticos igualitarios ni transformadores en lo social sin otras reformas. Y en un reciente artículo en la revista Poder 360º, Alberto Vergara reclama a los liberales peruanos que dejen sus miedos y apuesten por construir un Estado fuerte. El artículo ha dado lugar a varias respuestas, algunas inteligentes, otras que rayan con la paranoia estatista. Cabe añadir que entre estos liberales optimistas y pesimistas más serios también se ha desarrollado un liberalismo bastante huachafo, similar en su dogmatismo y ausencia de análisis histórico y comparado a nuestro peor marxismo.
Personalmente me siento más cerca al segundo liberalismo. Considero que en el Perú es importante mirar a otras fuentes de poder más allá del Estado y creo que la concentración de riqueza lleva a nuevas formas de exclusión difíciles de superar sin un Estado más fuerte. La esfera pública liberal hay que construirla, no asumir que ya existe y que es intocable. Por supuesto, la tensión no es fácil de resolver, los claroscuros abundan, y solo el debate permitirá delinear mejor lo que separa y une a los liberales peruanos. Me estoy refiriendo a liberales, claro, no a aquellos que apoyan caudillos que les cuiden los negocios o que son entusiastas de la mano dura. En eso, creo, estaremos de acuerdo.
Fuente: Diario 16 (Perú). 16 de diciembre del 2012.
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