viernes, 28 de diciembre de 2012

Las manifestaciones públicas y la democracia participativa.

El ejercicio de la democracia

Las manifestaciones testimonian una situación extrema o la ruptura del diálogo.


Por: Nicole Muchnik (Periodista y escritora)
La manifestación de Moisés sacando a los judíos de Egipto no pudo haber complacido al faraón. La del gladiador Espártaco, tampoco a la República Romana. Ni tampoco la de la segunda mitad del siglo XVIII en Londres, cuando unas 50.000 personas tomaron la calle agitando la bandera negra contra una ley que los sumía en la miseria, y arrojaron adoquines contra los ventanales de la casa del duque de Bedford porque se oponía a cambiar la ley. La manifestación no fue del gusto del Gobierno y menos aún cuando fue seguida de huelgas y movimientos con participación de todas las categorías de trabajadores, ya fueran sastres, marinos y sombrereros, hasta que esta y otras leyes injustas fueron abrogadas. En Stuttgart, de 1995 a 2010, los habitantes se manifestaron enérgicamente contra el trazado absurdo de una línea ferroviaria hasta que el Gobierno les dio la razón.
Es que los Gobiernos son duros de oídos. En Atenas, la Ekklesía se reunía tres o cuatro veces por mes durante el año griego para debatir leyes y reformas. Sobre unos 40.000 ciudadanos, cinco o seis mil participaban regularmente mediante una indemnización por el tiempo sustraído al trabajo. Democracia perfectible si bien participativa.
¿Y hoy? Según las cifras de la Prefectura de Policía, hubo 3.655 manifestaciones en Francia en 2011, o sea un aumento del 25% con respecto a 2010, de las que 1.839 tuvieron algo que ver con conflictos iniciados en el extranjero: Túnez, Libia, Egipto. Las demás estuvieron relacionadas con los indocumentados, los sin techo, la escuela, la pérdida de poder adquisitivo… Más de cuatro millones de personas ya han desfilado desde primeros del año por las calzadas de París y sus alrededores. En España se ha protestado contra el Papa, la escuela, los recortes, los desahucios… y los indignados han hecho escuela en el mundo entero. El movimiento Occupy Wall Street de mayo de 2012 ha sido algo nuevo por la claridad de sus objetivos y también por su intransigencia en no querer negociar con un poder que consideran sin legitimidad. En América Latina, las caceroladas de las clases medias y ricas han protestado contra la disminución de su tren de vida. De un signo u otro, las manifestaciones no nacen por generación espontánea. Son testimonios de una situación extrema, insostenible, y de la inexistencia o de la ruptura de un diálogo.
“La cólera es una respuesta perfectamente racional hoy a la violencia de la geopolítica; al chantaje de los mercados financieros, cuya cínicas e incompetentes especulaciones minan la economía y llevan a los productores a la hambruna; a las Administraciones autoritarias, que se burlan del debate democrático e imponen sus decisiones desde arriba; a los dogmatismos reaccionarios y asesinos, tanto islámicos como cristianos”, escribe Hans Geisser en Sapere Aude, publicado recientemente en Alemania. Agreguemos a ello la codicia de una clase social que se beneficia hasta de una crisis de la que cabe preguntarse si su finalidad no será esclavizar a los ciudadanos, aplastándolos con el pago de una deuda que ellos nunca solicitaron. “¡Vivimos una época en la que el propio Goethe se habría encaramado sobre las barricadas!”, dijo hace poco John Le Carré en Weimar.
¿Es que los problemas no tienen solución? Algunos lo han intentado. El último 6 de octubre los islandeses votaron por la elaboración de una nueva Constitución, surgida de un ejercicio de democracia directa sin precedentes. Nada de ello habría tenido lugar sin las manifestaciones populares pacíficas de 2008 contra el pago de una deuda bancaria monstruosa que evidentemente no había sido contraída por los ciudadanos que se suponía habrían de pagarla.
Ante las actuales manifestaciones pacíficas españolas, griegas y europeas, ¿hay que hablar, como ha hecho José María Lassalle, secretario de Estado de Cultura, en EL PAÍS de “griterío de la población”, de “una tempestad antipolítica que ensalza la multitud”, de “alianza entre antipolítica y culto a la multitud”, de “relato mesiánico”, y de referirse en una amalgama digna de mejor causa a “los que aplaudieron el incendio del Reichstag” y a las declaraciones nazis de Carl Schmitt contra la democracia liberal?
Pero cuando los gobernantes se niegan a la concertación, queda la salida de la ley, el palo. En Madrid, más de 300 participantes en los movimientos del 15-M serán sancionados a razón de 300 euros por cabeza. “Habrá actuación policial contundente contra quienes intenten convertir Madrid en Atenas”, declaró nuestra valiente delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes.
Sin embargo ninguna de estas manifestaciones amenazan directamente el poder. La última, la campaña y recogida de firmas para convocar un referéndum sobre los recortes, no es más que un ejercicio de democracia participativa. Lo “político” es la capacidad y el deber de imaginar el mundo de mañana. Cuando ese papel no lo llevan a cabo los gobernantes, la expresión pública de todos los “contrapoderes” —asociaciones, sindicatos, ONG, movimientos— se revela indispensable.
Para impedir drásticamente la intromisión intempestiva en la vida política de personas que no deberían sino ocuparse de sus propios asuntos, y mejor que la represión que complica las cosas, existe todavía la solución de Bertolt Brecht: “Sería probablemente más fácil disolver el pueblo y elegir otro”.
Fuente: El País (España). 28 de diciembre del 2012.

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