domingo, 15 de abril de 2012

La Socialdemocracia y el Fascismo, hermanos gemelos, uno bueno y otro malvado, construidos a inicios del siglo XX en oposición al capitalismo y al comunismo.

Fascismo

Por: Eduardo Dargent (Politólogo)

Un miembro de la familia Le Pen vuelve a demostrar el poder del Frente Nacional en Francia. Peleando el tercer lugar con el izquierdista Mélenchon, Marine Le Pen obtiene hoy cerca del 15% de intención de voto. Ocupa el segundo lugar entre jóvenes de 18 a 20 años, los más afectados por el desempleo. Varias de las propuestas de Le Pen probablemente sorprenderían a otras derechas en el mundo. Si bien defiende una agenda conservadora en temas de seguridad y moral que, con matices, son familiares en varias derechas, también promete más derechos sociales y proteccionismo económico, propuestas que asociaríamos a la izquierda si no fuera por un gran “pero”: todos esos beneficios serán para franceses. La inmigración se convierte en la bestia negra de esta derecha que, aunque más moderada que la de papá Jean-Marie, explota el nacionalismo a niveles nauseabundos.

Nos hemos acostumbrado a asociar hoy a la derecha, democrática o no, con partidos conservadores en lo moral y liberales en lo económico (aunque la tensión entre las alas libertarias y conservadoras de estas coaliciones nos recuerde que esta alianza no es tan “natural”). Pero sabemos bien que una derecha que combine nacionalismo, valores conservadores y Estado del Bienestar no es nueva en la historia. El fascismo muestra que esta combinación también cabe entre lo que calificamos como derecha política. Parte del enorme atractivo electoral y posterior legitimidad autoritaria del fascismo se explica precisamente por su anticapitalismo.

En La primacía de la política (Cambridge U.P., 2006), Sheri Berman explica la importancia de esta dimensión económica para comprender al fascismo. La autora presenta a la socialdemocracia y al fascismo como hermanos gemelos, uno bueno y otro malvado, construidos a inicios del siglo XX en oposición al capitalismo y al comunismo. Ambos rechazaron desde posiciones comunitarias la inseguridad producida por un capitalismo en crecimiento que desarticulaba jerarquías tradicionales, culturas, religiones y formas de vida. Pero ambos movimientos objetaron también las máximas marxistas de lucha de clases y revolución anticapitalista. Para la autora, lo que socialdemócratas y fascistas buscaban no era expropiar al capital privado, sino controlarlo para aprovechar su enorme energía: establecer la primacía de la política sobre la economía.

Las diferencias entre los dos modelos también son muchas, por supuesto. La socialdemocracia propone que del conflicto entre empresarios y trabajadores puede surgir una sólida comunidad construida sobre la base de derechos civiles y políticos, capaz de resolver sus diferencias en la arena electoral. Para el autoritarismo fascista la comunidad nacional tenía un rostro más uniforme y excluyente, donde lo bueno para la sociedad lo determinaban los líderes y no el voto ciudadano. Esos rasgos explican el encanto del fascismo entre sectores conservadores y reaccionarios que encontraron en él una versión popular de su desprecio y miedo a la democracia liberal y al comunismo. A pesar de desconfiar de otros aspectos del fascismo, como la movilización popular o el liderazgo de gorilas sin cultura, la seducción del poder atrajo a muchos conservadores.

La segunda guerra mundial acabó con los regímenes fascistas. Su carga histórica de horrores y fracasos hace difícil que un fascismo como los de antaño pueda llegar al poder en elecciones. La derecha nacionalista europea tiene en su similitud con el discurso fascista uno de sus principales límites electorales. E incluso si gana una elección, probablemente tendría que moderarse para adaptarse a sociedades más plurales, fragmentadas y globalizadas (como sucedió en Austria en el año 2000 cuando la extrema derecha llegó al gobierno como parte de una coalición).

Pero parece saludable mantener las alarmas encendidas, especialmente en estos tiempos. El fascismo ganó fuerza originalmente cuando crisis económicas afectaron a clases medias y trabajadoras, incrementando el sentimiento anticapitalista simbolizado en los banqueros de Wall Street. Y explotar el sentimiento antiinmigración, el desempleo y el costo de los salvatajes de la Unión Europea le dan a estos grupos municiones para atraer votos. Mejor pecar de alarmistas que de complacientes.

Fuente: Diario 16 (Perú). 15/04/2012.

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