lunes, 3 de enero de 2011

El Fiscal: defensa de la legalidad, derechos ciudadanos, interés público e independencia de los tribunales.

El oficio de fiscal

Por: Marc Carrillo
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.


La Constitución establece que "el Ministerio Fiscal (...) tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, (...) así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante estos la satisfacción del interés social". Sobre esta institución y sobre el Poder Judicial, ámbito en el que el fiscal realiza sus funciones, se ha publicado el libro de José María Mena, De oficio Fiscal (Ariel, 2010).

Su autor, ya jubilado, ingresó en la carrera fiscal en 1964, y una vez restaurada la democracia fue fiscal antidroga en Barcelona y después fiscal jefe de Cataluña. No se trata de un libro de memorias, aunque algo de ello haya, sino de una reflexión viva sobre el oficio de fiscal y el de juez. Es el planteamiento sobrio, pedagógico, discreto e irónico, de un servidor público, antifranquista comprometido con los principios de libertad e igualdad, que siempre serán la base del Estado democrático.

Ser un probo funcionario y defensor de las libertades en el franquismo no era fácil, era ir contracorriente. Perseguir judicialmente a autores de un fraude inmobiliario a familias humildes en el ambiente caciquil de la Fiscalía de Tenerife o intentar hacer lo propio contra los torturadores de la Brigada Político Social en Barcelona, no podía concluir con la detención y procesamiento de los delincuentes, sino con el traslado forzoso de destino de los fiscales osados por intentarlo, como así le ocurrió al autor y a su colega de oficio, Carlos Jiménez Villarejo.

En un contexto en el que, por lo general, la adhesión de fiscales y jueces a la dictadura -como él subraya- no era ideológica sino sociológica. Se manifestaba en la ostentación del poder o, simplemente, en la comodidad de no obstruirlo. La cultura del servicio público en la Administración de justicia devenía una pura quimera. La distancia social era lo que entonces caracterizaba a jueces y fiscales, reflejada en la arrogancia institucional con la que actuaban, adornados con la liturgia, el léxico y la estética que exhibían. No está falto de razón el autor cuando afirma que, en lo esencial, aquella distancia no ha cambiado cualitativamente. Y quizás, no ha de ser cuestión ajena a ello el hecho de que los jueces y fiscales son muy conscientes del poder del que disponen sobre la libertad y la hacienda del ciudadano, mientras que no es seguro que la mayoría también lo sea de su pertenencia al servicio público de la justicia, a través de un poder del Estado como es el judicial. Aunque no ha de ser extraño que para un sector de ellos, la concepción de servicio público atribuida a la justicia les suene a anatema.

De las muchas cuestiones de relieve que el libro aborda, destaca la relativa a la debida neutralidad del ministerio fiscal, sobre todo ante la opinión que le imputa no ser más que una correa de transmisión del Gobierno de turno.Como es sabido, la Constitución establece que el ministerio fiscal ejerce sus funciones por medio de órganos propios conforme a los principios de unidad y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad. Asimismo, prescribe que el fiscal general del Estado es nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno y oído el Consejo General del Poder Judicial. La propuesta por el Gobierno y la dependencia jerárquica en su funcionamiento han sido razones argüidas para dudar de su imparcialidad.

Pero las cosas no son tan simples. Sobre todo tras la reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal por la Ley 3/2007, que garantiza más la imparcialidad de la institución respecto de otros poderes públicos. Así, por ejemplo, permite que el Gobierno interese del fiscal general que promueva ante los tribunales las actuaciones pertinentes para la defensa del interés público, que no se ha de confundir con el interés político.

Pero ese impulso del Gobierno queda sometido al filtro de la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, que en su condición de órgano técnico-jurídico de la institución deberá resolver sobre la procedencia de las actuaciones interesadas, y su opinio iuris expresada de forma razonada al Gobierno deberá ser siempre oída por el fiscal general.

Un segundo filtro frente a la presión política es la preceptiva comparecencia del candidato a fiscal general ante el Congreso de los Diputados, para la valoración de sus méritos e idoneidad. Ciertamente, en esta fase no caben excluir criterios de armonía política con la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno, pero no hay que olvidar que la reforma legislativa establece unas causas objetivas de cese del fiscal general e impone una duración del cargo de cuatro años improrrogables, lo cual son buenos argumentos a favor de su inamovilidad frente a la coyuntura y la dinámica política.

Otro tema recurrente es el relativo al papel del fiscal en la instrucción judicial. En la actualidad, esta sigue correspondiendo al juez. La actuación del fiscal es previa a la del juez, pero cuando el primero conozca que el juez está actuando sobre los mismos hechos, el fiscal debe suspender sus pesquisas y remitirle al juez todo lo actuado. Por eso se dice que la actuación judicial es preferente y excluyente. La cuestión es si debería seguir siendo así, sobre todo habida cuenta de la sobrecarga de asuntos que recaen sobre los juzgados y el tótum revolútum que viene a ser el proceso penal en España, especialmente propicio para que las defensas interfieran y perturben la eficacia de la investigación.

El Derecho comparado más próximo (Alemania, Italia, Portugal y, en parte, Francia) ofrece la solución de atribuir la instrucción y la acusación al fiscal, dejando al juez como árbitro de la instrucción, a fin de garantizar los derechos de las partes vinculados a la tutela judicial. Pero para ello, y en la línea de la reforma legal de 2007, es preciso apuntalar al máximo la imparcialidad de los fiscales, que deshaga el sambenito de que son unos mandados de sus jefes.

Pero ello no es suficiente; además son necesarios nuevos instrumentos orgánicos y procesales y una infraestructura personal de apoyo a los fiscales, con subalternos, policías y peritos, de los que hoy no está sobrada la institución. Lo que lleva a nuestro autor a considerar que, con los actuales mimbres, no es posible atribuir la instrucción a los fiscales. En todo caso, la necesidad de más y mejores medios materiales y personales es hoy perentoria para que las fiscalías especializadas existentes de anticorrupción, antidroga o medio ambiente cumplan con eficacia su función acusadora y dispongan de apoyo pericial imprescindible. Porque el fiscal, al igual que el juez, debe saber derecho, pero no tiene por qué saber economía o medicina.

De esa forma será más fácil perseguir -en expresión del autor- no solo la criminalidad de metralleta, sino también la de moqueta, es decir, la delincuencia económica tan presente en los últimos tiempos, igual de lesiva para el interés público como lo pueda ser quien empuña un arma. Por esta y otras muchas razones, el libro del fiscal y profesor Mena habría de ser de lectura recomendada para los estudios del grado de Derecho.

Fuente: Diario El País (España). 03/01/2011.

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