domingo, 3 de marzo de 2013

Mecanismo de revocatoria de autoridades. Democracia directa, participativa o deliberativa.

       

Revocatoria y democracia directa

Por: Martín Tanaka (Politólogo)


El pedido de revocatoria de la alcaldesa de Lima ha puesto en discusión la conveniencia o no de este mecanismo de democracia directa y de todos en general, en tanto podría dar lugar a prácticas que “desnaturalizarían” su esencia y debilitarían a la democracia representativa.
Existen múltiples críticas a la democracia representativa y al hecho de que en ella el juego político parece restringirse a los partidos y a las élites políticas; los ciudadanos no se sentirían representados o partícipes de las decisiones que se toman en su nombre, por lo que el remedio para algunos consiste en ampliar la arena política a la acción directa de los ciudadanos ya sea en ocasiones específicas (referéndums, plebiscitos) o de manera regular mediante mecanismos de consulta y participación. No se trataría de construir una forma alternativa de régimen político, sino de fortalecer la democracia representativa complementándola con mecanismos de democracia directa, participativa o deliberativa.
El saldo que deja la adopción de estos mecanismos en general es muy ambigua: en ocasiones cumplen efectivamente funciones de legitimación de sistemas políticos democráticos, en otras los debilitan; pueden legitimar gobiernos con tendencias autoritarias, como pueden debilitarlos; son alternativamente propuestos y repudiados por sectores tanto de izquierda como de derecha. Perú es una ilustración muy elocuente de estas ambigüedades.
En la Constitución de 1979, tomada por muchos como el estándar democrático por excelencia, los mecanismos de democracia directa y participativa no existían; ellos fueron introducidos en la Constitución de 1993, después del golpe de Estado de 1992. En esto coincidieron sectores liberales como el Instituto Libertad y Democracia de Hernando de Soto, para quienes estos mecanismos acotaban el poder del Estado; sectores de izquierda, para quienes se abría espacio para la movilización y acción directa del pueblo organizado; así como el propio fujimorismo, para el cual se denunciaba la ineficiencia de una democracia partidocrática y elitista. Más adelante, fue la oposición al fujimorismo la que se benefició de la existencia de un mecanismo como el referéndum para cuestionar el intento de segunda reelección del presidente. En los últimos años, desde la izquierda se promovió con entusiasmo la implementación de mecanismos participativos en el contexto del proceso de descentralización, que incluyó el mecanismo de revocatoria de autoridades, y algunos propusieron ampliarlo para afectar también a congresistas, por ejemplo. Pero ahora que el mecanismo afecta a una alcaldesa como Susana Villarán se llama con razón a la cautela.

¿Qué hacer? En términos generales, pienso que deberíamos seguir con la lógica que trató de establecer la ley de partidos: dada la fragmentación y volatilidad de la arena política, de lo que se trata es de elevar las barreras de acceso a la competencia política y al ejercicio de mecanismos de participación.

Fuente: Diario La República (Perú). 03 de marzo del 2013.
Recomendado. 

martes, 26 de febrero de 2013

Debate sobre la definición de democracia. Steven Levistky y Nelson Manrique.


                       
Politólogos, alineamientos políticos y la Democracia liberal


Por: Steven Levistky (Politólogo, profesor de la universidad de Harvad)

En su última columna en La República (19/02), Nelson Manrique criticó a “un grupo de politólogos, por lo general alineados políticamente con los EEUU,” por caracterizar a Ecuador y Venezuela como regímenes no democráticos (en mi opinión, los dos son casos de autoritarismo competitivo, parecido al régimen de Fujimori en los 90). Dejaré que otros critiquen el argumento central de la columna que, para mí, es la receta perfecta para legitimar el régimen fujimorista. Quiero enfocarme en algo más importante, y personal. 

La mayoría de los politólogos que estudiamos los regímenes utilizamos una definición liberal y procedimental de la democracia.  En ese sentido, una plena democracia cumple con cuatro requisitos básicos: (1) elecciones libres y justas; (2) pleno sufragio; (3) amplia protección de las libertades básicas (de asociación, expresión, prensa); y (4) control civil sobre las fuerzas armadas.  Obviamente no es la única definición posible, pero, en mi opinión, sirve para distinguir las democracias de las no democracias en el mundo contemporáneo.

Bajo mi definición, por ejemplo, el Perú de Alberto Fujimori no fue una democracia, pero el Perú pos-Fujimori, con todos sus problemas, probablemente lo sea. En los casos de Venezuela (cierre de RCTV, arresto o exilio de varios periodistas, políticos, y activistas), Ecuador (varios ataques contra le prensa), y Bolivia (varios políticos exiliados), me parece que la violación de las libertades básicas (requisito 3) ha sido suficientemente serio para decir que no son plenas democracias.  Se puede discrepar, sobre todo en los casos de Ecuador y Bolivia, que se encuentran cerca de la frontera entre democracia y autoritarismo competitivo, pero es una definición clara, transparente, y ampliamente usada en las ciencias sociales.

¿Esta definición de la democracia, que insiste no solo en elecciones sino también en la protección las libertades básicas, es norteamericana?  ¿Tan norteamericana que se puede caracterizar a los que adherimos a esa definición como “aliados políticos” de los EEUU?  Manrique sugiere que sí.  Wow.  

Voy a responder de una manera personal, pero con el fin de hacer un punto general.  He pasado la gran parte de mi vida cuestionando la política exterior de mi gobierno.  Empecé a estudiar América Latina en los años 80, como activista universitario luchando contra las políticas de Reagan en América Central.  Rechazaba siempre el embargo norteamericano contra Cuba y apoyaba el establecimiento de relaciones diplomáticas con el gobierno de Fidel Castro.  No me gustaban mucho las recetas económicas promovidas por Washington en América Latina en los 80 y 90. Me opuse al gobierno de Fujimori mientras mi gobierno lo apoyó.  Salí a la calle a protestar contra la guerra en Iraq.  Me horrorizó el apoyo de George W. Bush al golpe contra Hugo Chávez y la campaña gringa contra Evo Morales en 2002.  Lloré (de felicidad) cuando ganó Evo en 2005.  Hace dos años, discutí con la embajadora norteamericana en el Perú porque me parecía que ella apoyaba a una candidata autoritaria.  No sé si eso es alineamiento político con los EEUU.  Pero mi punto es otro.

Mi compromiso con la democracia liberal no surge de los EEUU.  Surge de mi alineamiento político con la izquierda latinoamericana. 

Mi formación política es de izquierda.  Mi primer amor latinoamericano fue la Revolución Sandinista.   Como muchos “Sandalistas” de aquella época, no me preocupaba mucho por la democracia liberal, me atraía más la democracia participativa.   Pero en mis estudios universitarios y de pos-grado, conocí a una generación de intelectuales y políticos latinoamericanos que me impactó muchísimo.  Marcelo Cavarozzi y Guillermo O’Donnell de Argentina; Fernando Henrique Cardoso, Bolivar Lamounier, y Francisco Weffort de Brasil; Sergio Bitar, Manuel Antonio Garretón, y Arturo Valenzuela de Chile; Guillermo Ungo de El Salvador; Julio Cotler de Perú. 

Todos eran de izquierda o centro-izquierda.  Algunos habían cuestionado (o minimizado la importancia de) la democracia liberal en los años 60 y 70.  Pero luego vivieron el colapso de la democracia y, en varios países, el surgimiento del autoritarismo burocrático. Fue la noche más oscura en América Latina.  Muchos intelectuales de izquierda sufrieron, en carne propia, el costo de perder la democracia liberal.  Esa experiencia, la tremenda violencia del Estado contra sus propios ciudadanos, los marcó fuertemente,   generó en muchos un nuevo compromiso con la democracia liberal.  Seguían siendo de izquierda (algunos más moderados que otros), pero a partir de la experiencia del autoritarismo burocrático, se transformaron en demócratas liberales de verdad.  

Esa generación de intelectuales latinoamericanos me formó. Fueron (y son) mis héroes.  Fueron ellos, que perdieron la democracia, pagaron un precio enorme, y aprendieron, quienes me enseñaron el valor de la democracia liberal.  Me enseñaron que si queremos instituciones democráticas fuertes, tenemos que defenderlas siempre,  y no solo cuando los autoritarios son del otro lado político.  Porque si nos callamos ante la violación de las normas y derechos democráticos por un gobierno de izquierda, estas normas y derechos no estarán para protegernos cuando (inevitablemente) vengan los gobiernos de derecha. Quizás fue la brillantez de O’Donnell; quizás fue la profundidad del mal que fue el autoritarismo burocrático, pero nunca olvidé esa lección, y no dejaré nunca de enseñarla a mis alumnos.   

Debo mi formación democrática liberal, entonces, a mi alineamiento político con la izquierda latinoamericana. Aprendí el valor de la democracia liberal gracias a las enseñanzas de Cardoso, Cavarozzi, Cotler, Garretón, Lamounier, O’Donnell, Ungo, Valenzuela, Weffort, e otros intelectuales y políticos latinoamericanos. Sugerir, entonces, que la democracia liberal es algo norteamericano es, primero, equivocado. O’Donnell y otros mentores míos eran demócratas liberales orgánicos de América Latina. Su liberalismo no surgió de las universidades (o embajadas) norteamericanas, sino de sus propias experiencias latinoamericanas.  No reconocer la existencia (y legitimidad) de este liberalismo político latinoamericano me parece un insulto.  Me molesta.   Y asociar el liberalismo político de los mejores politólogos peruanos con un “alineamiento político con los EEUU” me parece realmente lamentable.

* La Asociación Civil Politai agradece a Steven Levitsky (Universidad de Harvard) por publicar su comentario en este medio. La Asociación no comparte necesariamente las opiniones del autor.

Fuente: Revista Politai (Edición Electrónica). 23 de febrero de 2013

Respuesta a Levitsky

Por: Nelson Manrique (Historiador y sociólogo)

El artículo que publiqué la semana pasada (“Democracia: quién la califica”,http://bit.ly/13ik5EV) ha provocado reacciones que me gustaría comentar. Empiezo por el artículo publicado por Steven Levistsky en la edición electrónica de la revista Politai (“Politólogos, alineamientos políticos y la Democracia liberal”, 23 de febrero,http://t.co/4EaYxjl5YJ). Las citas que inserto a continuación provienen de este texto.
Steven ha reaccionado a mi comentario, relativo a “un grupo de politólogos, por lo general alineados políticamente con los EEUU” al caracterizar a Argentina, Ecuador y Venezuela como regímenes no democráticos (él los caracteriza como “autoritarismo competitivo, parecido al régimen de Fujimori en los 90”, aparentemente dejando fuera de esta definición a Argentina).
Steve ha sentido que le endilgo la defensa de la política imperialista norteamericana y ha documentado ampliamente los orígenes de su posición de liberal de izquierda. Entiendo su molestia y me disculpo. No fue mi intención sugerir semejante idea. Para zanjar el tema: considero a Steven un sincero liberal de izquierda a quien aprecio, con quien concuerdo en muchas cosas y con quien me alegra poder debatir nuestras diferencias. Cuando en las elecciones del 2011 circuló en las redes sociales la broma de proponerle a los EEUU entregarle cierto político peruano a cambio de que nos dieran a Levistky fui uno de los más entusiastas suscriptores de la iniciativa y él lo sabe, porque se lo conté.
Vamos con nuestras diferencias. A mi manera de ver estas giran en torno a cómo definir la democracia. Basándose en su aproximación teórica –liberal procedimental– Steve afirma: “Una plena democracia cumple con cuatro requisitos básicos: (1) elecciones libres y justas; (2) pleno sufragio; (3) amplia protección de las libertades básicas (de asociación, expresión, prensa); y (4) control civil sobre las fuerzas armadas”. Precisando que esta no es la única definición posible, Steve concluye, “en mi opinión, sirve para distinguir las democracias de las no democracias en el mundo contemporáneo”. Me sorprende que a partir de esa definición él no caracterice al Perú post-fujimori como una democracia plena, e inserte una reserva: “probablemente lo sea”.
A mi manera de ver, la insuficiencia de esta definición es quedarse precisamente en lo procedimental: en las formas sacrificando el contenido. Cuando los ciudadanos asisten a votar periódicamente en elecciones con pleno respeto de los procedimientos, pero los elegidos traicionan su programa cuando asumen el poder, y hacen precisamente lo contrario de lo que prometieron, queda comprometido un elemento que considero central en cualquier definición útil de democracia: el respeto de la voluntad ciudadana. Como el propio Steve ha escrito en otra oportunidad: “Con el tiempo, las promesas incumplidas socavan la confianza de la gente … en la propia democracia” (“Confianza y las instituciones democráticas”, Politai, 29 de julio de 2011).
Durante las dos últimas décadas en el Perú en las elecciones han triunfado las propuestas de izquierda, pero invariablemente quien gobierna es la derecha. Esto no sólo es aceptado, sino en ocasiones festejado por liberales (subrayo que no me refiero a Steve) que celebran la traición a lo prometido, porque concuerdan con el programa de los derrotados.
La idea de castigar a los transgresores con el voto en la próxima elección no es un gran consuelo cuando la situación se vuelve a repetir una y otra vez, como viene sucediendo en el Perú. Es bueno recordar que Ollanta Humala fue elegido, entre otras cosas, porque prometió cambiar este estado de cosas. Este no es un entorno político que permita cimentar una cultura democrática (la democracia es también una cultura). Más bien termina convirtiendo al cinismo en el sello de la política, como bien lo ilustra un personaje como Marco Tulio Gutiérrez; precisamente el tipo de ambiente que creó a Chávez, Correa y los Kirchner (a propósito, busquen algún texto en que yo los haya defendido).
Vuelvo a la constatación inicial de mi primer artículo. Rafael Correa ha sido reelegido en Ecuador con cerca del 60% de los votos y, lo más importante, ganando cerca de un centenar de los 137 parlamentarios que tiene el Congreso ecuatoriano. Podemos refugiarnos complacientemente en la idea de que esto es expresión del atraso político de los ecuatorianos (¡tan por debajo de nuestros estándares democráticos!), o empezar a preguntarnos sobre los límites de la definición de democracia desde la que estamos enjuiciando la realidad.
Fuente: Diario La República. 26 de febrero del 2013.

martes, 19 de febrero de 2013

Percepción ciudadana de la política y la democracia en el Perú y Latinoamérica. Revisión comparada del Latinobarómetro.

Democracia: quién la califica

Por: Nelson Manrique (Historiador y sociólogo)
La reelección de Rafael Correa a la presidencia del Ecuador, con un contundente 56% en primera vuelta,  vuelve a plantear una cuestión incómoda para los politólogos: cómo a pesar de su apetito reeleccionista Chávez, Kirchner y Correa gozan del apoyo mayoritario de sus ciudadanos. Esto suele atribuirse al atraso político, pero la evidencia empírica muestra otro panorama.

Revisemos el Latinobarómetro 2011, la fuente más importante de información acerca de las percepciones sobre la política y la democracia en América Latina, que permite comparar la conciencia democrática existente en Argentina, Venezuela, Ecuador y Perú.

La afirmación: “La democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno” es suscrita en Argentina, Venezuela y Ecuador por 88, 86 y 84% de los ciudadanos, respectivamente; sólo los supera Uruguay, con 90%. En el Perú la suscribe un 73%, por debajo del promedio regional (76%).

A la pregunta: “¿Cuán democrático es su país”, usando una escala en que el “1”quiere decir que “el país no es democrático” y el “10” que “es totalmente democrático”, en Venezuela, Argentina y Ecuador los ciudadanos sitúan a sus países con índices de 7.3, 6.8 y 6.5, respectivamente. Los peruanos situamos nuestra democracia en 6.1, por debajo del promedio de América Latina, que es de 6.4. Eso sí, estamos convencidos de que Venezuela no es democrática y le otorgamos apenas un 3.7.
También salen bastante malparadas nuestras convicciones democráticas cuando se pide tomar posición frente a la afirmación: “Bajo ninguna circunstancia apoyaría a un gobierno militar”. Mientras que en Venezuela, Argentina y Ecuador quienes la suscriben se sitúan por encima del 70%, en el Perú sólo lo hace un 54%;  muy por debajo del 66% del promedio regional.
Veamos ahora la confianza interpersonal: cuánto confiamos en nuestros conciudadanos. La afirmación: “Hablando en general, ¿diría Ud. que se puede confiar en la mayoría de las personas?” en Argentina, Venezuela y Ecuador la suscriben el 28, 25 y 24% de los ciudadanos; nuevamente por encima del promedio regional (22%) y por supuesto del Perú, que llega al 18%.
Algo similar sucede con relación a la confianza en las instituciones. En Ecuador, Venezuela y Argentina confía el 62, 51 y 48% respectivamente (promedio latinoamericano 40%), mientras en el Perú lo hace apenas un 34%.
El cumplimiento de la ley por los ciudadanos expresa la medida en que ellos se identifican con sus instituciones y su orden jurídico. En Ecuador, Venezuela y Argentina quienes consideran que los ciudadanos cumplen las leyes ascienden al 39, 32 y 28%, respectivamente (promedio regional, 31%). Aquí batimos el récord: el Perú se sitúa en el último lugar, con apenas un 12% que opina así. Ocupamos asimismo el final de la fila en lo que atañe a consciencia de nuestras obligaciones y deberes (17%) y tampoco estamos mejor en lo que a consciencia de nuestros derechos se refiere.
Resulta entonces que los ciudadanos de Argentina, Venezuela y Ecuador consideran sus países más democráticos que el promedio de América Latina y por supuesto del Perú (nosotros estamos en todo por debajo del promedio), muestran una mayor conciencia de sus deberes y derechos y una mayor identificación con sus instituciones. Asimismo, se sienten menos discriminados social y racialmente, confían más en la democracia para defender sus intereses y creen que ésta brinda las mejores condiciones para crecer económicamente, y un largo etecétera. Pero al parecer la opinión de los ciudadanos de esos países no cuenta a la hora de juzgar si viven una democracia o no; quienes lo dictaminan finalmente son los medios de comunicación y un grupo de politólogos, por lo general alineados políticamente con los EEUU, y al diablo con la opinión de los directamente interesados.
Es interesante reflexionar sobre estas disonancias cognitivas porque a buena parte de nuestros ciudadanos le es perfectamente indiferente que quienes impulsan la campaña por la revocatoria de Susana Villarán sean impresentables (por algo se esconden), reconocidamente corruptos y guiados por intereses éticamente repugnantes. Coincidencia: los nombres de Alan García, Hernán Garrido Lecca, Aurelio Pastor y Carlos Arana vuelven a ocupar las primeras planas por corrupción, y los fujimoristas acaban de impedir que se levante el secreto bancario y la reserva tributaria a Alan García. Seguiremos.
Fuente: Diario La República (Perú). 19 de febrero del 2013.

sábado, 9 de febrero de 2013

Cuestionamiento al factor intercultural en los conflictos sociales (recursos naturales) del Perú.

           

El Mito de la Interculturalidad


Por: Alfredo Barnechea (Periodista y analista)

Con ocasión de la transmisión de mando, un grupo de peruanos se reunió con uno de los dignatarios asistentes. En la conversación que se generó, uno de los asistentes le dijo que los conflictos sociales se producían porque no se respetaba la “interculturalidad” –y casi todo el resto apoyó esa opinión.

Como la “renta natural” ordena la economía peruana, los conflictos que la “traban” constituyen un debate crucial. Casi dos tercios de las exportaciones vienen de los metales. Si les agregamos todas las que salen de la tierra (incluidas las que se transforman en manufacturas), el grueso de lo que el país intercambia con el mundo viene del suelo. De hecho, históricamente, el Perú ha sido, básicamente, un país minero.

Discrepé de esa posición porque encuentro que refleja una confusión –si no un oportunismo intelectual (y político). Por tanto creo que es útil explicar por qué, sin revelar nombres de los protagonistas.

La palabra “interculturalidad” no aparece en el Diccionario de la Academia. Tampoco “culturalidad”. Aparecen, sí, “inter”, que viene del latín (“entre o en medio”), y por supuesto cultura (“conjunto de modos de vida y costumbres”). Debemos asumir que los conflictos se producirían por no respetar la “cultura” de los pueblos.

En el Perú, los conflictos sociales están atados principalmente a los recursos naturales. ¿Por qué se producen?
La democracia no es sino un sistema a través del cual se organizan las presiones económicas. Así, los conflictos se producen como una manera de presionar para obtener una parte de la “renta natural”. Por tanto, no es en primer término un tema “cultural” sino económico.

El problema es enseguida político: como hay una crisis de “representación”, no existiendo canales políticos, la protesta es la manera de “participar”.

Otra dimensión política de esa “crisis de representación” (otra de cuyas dimensiones es la ausencia o crisis de partidos) es que nadie confía en el Estado, ni en su competencia ni en su imparcialidad: “el Estado no va a defenderme”.

En tercer lugar, es un problema “legal”. ¿De quién son las cosas? ¿Cómo distinguimos la propiedad del suelo de la del subsuelo? El derecho heredado de España (y Roma) es diferente del derecho sajón. Asimismo, la propiedad ha sido siempre históricamente confusa en el Perú. Hay por tanto una competencia de “propiedades”. ¿A quién me dirijo? ¿Ante quién protesto?

La idea de la “interculturalidad” alude indirectamente a un país en dispersión, como si estuviera en una vía parecida a los países balcánicos. El Perú es por supuesto un país multicolor, probablemente como herencia desde las behetrías preincas, pero tiene una vocación unitaria.

Tres cuartas partes de su población es ya urbana. Acaso el 2021 dos tercios vivirán en menos de diez ciudades. Las ciudades no solo son gigantescas “aglomeraciones” sino vehículos de unificación cultural.

Todo esto no significa que no haya problemas culturales, ni de inclusión social, pero ellos enmascaran otra cosa. En su magnífico libro ‘Viajes con Herodoto’, Kapuscinski dice que en la India “conflictos con un fondo del todo diferentes –social, religioso, económico– podían tomar la forma de una guerra de lenguas”.

En el Perú podrían disfrazarse de conflictos “culturales” pero no son sino conflictos por el reparto de la “renta natural”. Si el derecho lo permitiera, y hubiera algo parecido a lo que tiene Alaska (un cheque neto entregado a los involucrados directamente, “físicamente” en un recurso natural), ¿cuántos conflictos sobrevivirían? Sería interesante comparar cómo resolvieron Australia, Canadá, o Noruega, estos problemas.

En suma, enfocar este problema crucial como un tema cultural es una falsificación. Aunque quizá “falsificación” no sea la palabra correcta. Al fin y al cabo, en arte una falsificación es una copia (real aunque no autenticada) de algo existente. Estamos más bien ante una “invención”, y una invención que, al confundir el problema, confunde (y dilata) las soluciones.

En suma, el problema que tenemos es cómo se reparte la renta natural (qué le toca, de verdad, a cada quien y cómo se distribuye equitativamente). Esto, a su vez, está conectado a cómo reorganizamos políticamente la sociedad peruana, empezando por la política, ya que, como no hay adecuada organización política, ni derecho, los conflictos se desbocan.

Zygmunt Bauman se hizo célebre con su concepto de la “modernidad líquida”. El Perú se transformó, en nuestras narices, en una sociedad “líquida”: una sociedad en estado fluido, por tanto volátil, sin valores sólidos, donde los lazos potentes del pasado (esto se ve sobre todo en la política) han sido reemplazados por lazos frágiles y provisionales.

El problema no es la “interculturalidad”: es político y económico.

Fuente: Revista Caretas (Perú). 01 de septiembre del 2011

Recomendado:

¿Descartar la interculturalidad?. José Ignacio López Soria.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Las manifestaciones públicas y la democracia participativa.

El ejercicio de la democracia

Las manifestaciones testimonian una situación extrema o la ruptura del diálogo.


Por: Nicole Muchnik (Periodista y escritora)
La manifestación de Moisés sacando a los judíos de Egipto no pudo haber complacido al faraón. La del gladiador Espártaco, tampoco a la República Romana. Ni tampoco la de la segunda mitad del siglo XVIII en Londres, cuando unas 50.000 personas tomaron la calle agitando la bandera negra contra una ley que los sumía en la miseria, y arrojaron adoquines contra los ventanales de la casa del duque de Bedford porque se oponía a cambiar la ley. La manifestación no fue del gusto del Gobierno y menos aún cuando fue seguida de huelgas y movimientos con participación de todas las categorías de trabajadores, ya fueran sastres, marinos y sombrereros, hasta que esta y otras leyes injustas fueron abrogadas. En Stuttgart, de 1995 a 2010, los habitantes se manifestaron enérgicamente contra el trazado absurdo de una línea ferroviaria hasta que el Gobierno les dio la razón.
Es que los Gobiernos son duros de oídos. En Atenas, la Ekklesía se reunía tres o cuatro veces por mes durante el año griego para debatir leyes y reformas. Sobre unos 40.000 ciudadanos, cinco o seis mil participaban regularmente mediante una indemnización por el tiempo sustraído al trabajo. Democracia perfectible si bien participativa.
¿Y hoy? Según las cifras de la Prefectura de Policía, hubo 3.655 manifestaciones en Francia en 2011, o sea un aumento del 25% con respecto a 2010, de las que 1.839 tuvieron algo que ver con conflictos iniciados en el extranjero: Túnez, Libia, Egipto. Las demás estuvieron relacionadas con los indocumentados, los sin techo, la escuela, la pérdida de poder adquisitivo… Más de cuatro millones de personas ya han desfilado desde primeros del año por las calzadas de París y sus alrededores. En España se ha protestado contra el Papa, la escuela, los recortes, los desahucios… y los indignados han hecho escuela en el mundo entero. El movimiento Occupy Wall Street de mayo de 2012 ha sido algo nuevo por la claridad de sus objetivos y también por su intransigencia en no querer negociar con un poder que consideran sin legitimidad. En América Latina, las caceroladas de las clases medias y ricas han protestado contra la disminución de su tren de vida. De un signo u otro, las manifestaciones no nacen por generación espontánea. Son testimonios de una situación extrema, insostenible, y de la inexistencia o de la ruptura de un diálogo.
“La cólera es una respuesta perfectamente racional hoy a la violencia de la geopolítica; al chantaje de los mercados financieros, cuya cínicas e incompetentes especulaciones minan la economía y llevan a los productores a la hambruna; a las Administraciones autoritarias, que se burlan del debate democrático e imponen sus decisiones desde arriba; a los dogmatismos reaccionarios y asesinos, tanto islámicos como cristianos”, escribe Hans Geisser en Sapere Aude, publicado recientemente en Alemania. Agreguemos a ello la codicia de una clase social que se beneficia hasta de una crisis de la que cabe preguntarse si su finalidad no será esclavizar a los ciudadanos, aplastándolos con el pago de una deuda que ellos nunca solicitaron. “¡Vivimos una época en la que el propio Goethe se habría encaramado sobre las barricadas!”, dijo hace poco John Le Carré en Weimar.
¿Es que los problemas no tienen solución? Algunos lo han intentado. El último 6 de octubre los islandeses votaron por la elaboración de una nueva Constitución, surgida de un ejercicio de democracia directa sin precedentes. Nada de ello habría tenido lugar sin las manifestaciones populares pacíficas de 2008 contra el pago de una deuda bancaria monstruosa que evidentemente no había sido contraída por los ciudadanos que se suponía habrían de pagarla.
Ante las actuales manifestaciones pacíficas españolas, griegas y europeas, ¿hay que hablar, como ha hecho José María Lassalle, secretario de Estado de Cultura, en EL PAÍS de “griterío de la población”, de “una tempestad antipolítica que ensalza la multitud”, de “alianza entre antipolítica y culto a la multitud”, de “relato mesiánico”, y de referirse en una amalgama digna de mejor causa a “los que aplaudieron el incendio del Reichstag” y a las declaraciones nazis de Carl Schmitt contra la democracia liberal?
Pero cuando los gobernantes se niegan a la concertación, queda la salida de la ley, el palo. En Madrid, más de 300 participantes en los movimientos del 15-M serán sancionados a razón de 300 euros por cabeza. “Habrá actuación policial contundente contra quienes intenten convertir Madrid en Atenas”, declaró nuestra valiente delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes.
Sin embargo ninguna de estas manifestaciones amenazan directamente el poder. La última, la campaña y recogida de firmas para convocar un referéndum sobre los recortes, no es más que un ejercicio de democracia participativa. Lo “político” es la capacidad y el deber de imaginar el mundo de mañana. Cuando ese papel no lo llevan a cabo los gobernantes, la expresión pública de todos los “contrapoderes” —asociaciones, sindicatos, ONG, movimientos— se revela indispensable.
Para impedir drásticamente la intromisión intempestiva en la vida política de personas que no deberían sino ocuparse de sus propios asuntos, y mejor que la represión que complica las cosas, existe todavía la solución de Bertolt Brecht: “Sería probablemente más fácil disolver el pueblo y elegir otro”.
Fuente: El País (España). 28 de diciembre del 2012.

martes, 18 de diciembre de 2012

Las tradiciones en el liberalismo. Entre el "Liberalismo Optimista" y el "Liberalismo Escéptico".

LIBERALISMOS

Por. Eduardo Dargent (Politólogo y profesor de la PUCP)

Si algo permite agrupar a los diversos autores que son llamados liberales es la protección de la autonomía. Esta autonomía conlleva la necesidad de establecer límites a la potestad del Estado o cualquier otro poder para tomar decisiones en nuestro nombre. Por diversas razones, dicha idea ha ido generalizándose en los últimos siglos. El paternalismo, la preeminencia de la comunidad o la religión han perdido piso como justificaciones para regular la vida social. Por supuesto, las fronteras precisas a la intervención estatal, o qué tipo de economía es compatible con dicha autonomía, no son claras y le deseo suerte a quien pretenda encontrar en Locke, Smith o la naturaleza humana una respuesta precisa. Pero ese espacio de autonomía es lo que distingue al liberalismo de otras ideologías.

Hay, sin embargo, una tensión antigua en el liberalismo sobre cómo entender y por qué defender dicha autonomía. No es una distinción original, se ha resaltado mucho en la filosofía política. Por un lado, hay liberales optimistas, confiados en los beneficios positivos de la autonomía en el largo plazo. Para estos liberales la protección de la libertad individual tiene como resultado adicional lograr el mayor bien común, sociedades más prósperas que alcanzan el bienestar para sus miembros. Paradójicamente, entonces, estos liberales ofrecen una justificación utilitaria (el bien común) para defender valores que son antimayoritarios. J.S. Mill en “Sobre la libertad” o Kant en algunos de sus escritos políticos, por ejemplo, justifican esta protección a la autonomía en términos de un mejor futuro.

Pero hay otra tradición liberal más pesimista, escéptica. Defenderá la autonomía más por su valor intrínseco y por desconfianza al poder y los grandes proyectos comunitarios, sean conservadores o progresistas, que por convicción de que las cosas serán mejores. Esta tradición no abandona la sospecha de que, en varios casos, la libertad puede dar lugar a nuevos males sociales, dañar la esfera pública o engendrar nuevos peligros que afecten la propia autonomía. Son más conscientes, por ejemplo, de que la desigualdad económica genera desigualdad política, y tienen mucha menos confianza de que esas influencias y poderes no afectarán la libertad. Raymond Aron, Isaiah Berlin o Judith Shklar representan, entre otros, ese segundo tipo de liberalismo escéptico.

Me parece que esta distinción permite entender mejor las posiciones de algunos liberales en el país. A veces el mismo autor puede adoptar diferentes posiciones a través del tiempo. Mario Vargas Llosa en los ochenta y noventa, por ejemplo, parecía más cerca del primer liberal por su confianza en el papel transformador del mercado. Asimismo, en “La revolución capitalista en el Perú”, Jaime de Althaus también parece más cerca a este liberalismo optimista. Colocaría a Alfredo Bullard y Gonzalo Zegarra más hacia ese lado. Por supuesto, al poner a la gente en “cajas” cometo algunas injusticias: ni Alfredo ni Gonzalo, y, como veremos, ni Vargas Llosa ni De Althaus dejan de lado la necesidad de reformas en ámbitos políticos. Pero sí está presente en ellos este optimismo. Llevado a extremos, este discurso optimista puede ser civilizatorio e incluso iliberal, como en “El perro del hortelano” del expresidente García.

También encuentro algunos exponentes del lado pesimista. El tono del Vargas Llosa actual en “La civilización del espectáculo”, por ejemplo, lo aproxima más al segundo liberal, preocupado de que el costo de la autonomía sea la destrucción de otros valores y abierto a una actividad estatal más firme para promover determinados valores que considera buenos. Asimismo, en su más reciente “La promesa de la democracia”, De Althaus resalta que la revolución capitalista podría no tener efectos políticos igualitarios ni transformadores en lo social sin otras reformas. Y en un reciente artículo en la revista Poder 360º, Alberto Vergara reclama a los liberales peruanos que dejen sus miedos y apuesten por construir un Estado fuerte. El artículo ha dado lugar a varias respuestas, algunas inteligentes, otras que rayan con la paranoia estatista. Cabe añadir que entre estos liberales optimistas y pesimistas más serios también se ha desarrollado un liberalismo bastante huachafo, similar en su dogmatismo y ausencia de análisis histórico y comparado a nuestro peor marxismo.

Personalmente me siento más cerca al segundo liberalismo. Considero que en el Perú es importante mirar a otras fuentes de poder más allá del Estado y creo que la concentración de riqueza lleva a nuevas formas de exclusión difíciles de superar sin un Estado más fuerte. La esfera pública liberal hay que construirla, no asumir que ya existe y que es intocable. Por supuesto, la tensión no es fácil de resolver, los claroscuros abundan, y solo el debate permitirá delinear mejor lo que separa y une a los liberales peruanos. Me estoy refiriendo a liberales, claro, no a aquellos que apoyan caudillos que les cuiden los negocios o que son entusiastas de la mano dura. En eso, creo, estaremos de acuerdo.

Fuente: Diario 16 (Perú). 16 de diciembre del 2012.

sábado, 1 de diciembre de 2012

El neoliberalismo y la desvalorización de la política, el Estado y los partidos.

Revalorizar la política
Por: Sinesio López Jiménez (Sociólogo)
Una de las preocupaciones centrales de los académicos, los políticos y los periodistas es la construcción de partidos políticos vigorosos. Se ha pasado ya de la etapa de los diagnósticos a la de las propuestas. En este campo se plantean opciones que, bien vistas, no son alternativas sino énfasis en ciertas dimensiones de una misma tarea. Algunos analistas subrayan la necesidad de reformar los diseños de instituciones que tienen que ver con la formación y la marcha de los partidos: el sistema electoral (voto preferencial, ley de cuotas, circunscripciones electorales, etc.) y la ley de partidos (comités de electorales, la participación activa, mayor control de los partidos por los organismos electorales,etc.).
Otros analistas y políticos plantean la necesidad de encarar la formación misma de los partidos y prestan atención a dos factores: la organización y la marca (Levitsky, La República 25/11/12) y a las condiciones que  facilitan la operación de esos factores. En el caso de la organización se sostiene que la adversidad, el conflicto, la alianza con la sociedad civil ayudan a la formación de las organizaciones partidarias y en el caso de la marca se afirma que la diferencia clara y distinta de un partido con respecto a los otros  y la consistencia mantenida en el tiempo contribuyen decisivamente a definirla.
Me parece que esta gimnasia intelectual que prepara la formación de partidos vigorosos es útil pero limitada. Puede ayudar, pero no resuelve el problema. Me parece que hay una tarea previa, más estructural, que consiste en hacer de la política un espacio de realización de los sueños y un lugar en donde se resuelven los problemas de la gente. Es necesario revalorizar la política que fue desprestigiada, en el caso peruano de los 80, por el terrorismo de Sendero Luminoso y del MRTA y por la política desastrosa de García y que fue desvalorizada por el neoliberalismo de los 90 en adelante. El liberalismo, en general, y el neoliberalismo extremo, en particular, conllevan la desvalorización de la política, del Estado y de los partidos. 
La Revolución Francesa instaló una economía de mercado de larga duración (sólo interrumpida por las guerras napoleónicas) y una prolongada política volátil. No hay que olvidar que el siglo XIX fue el siglo de las revoluciones y restauraciones. Las fuerzas que impusieron y controlaron la economía de mercado lograron desvalorizar la política y el Estado transformándolos en realidades de segundo orden.  En la realización de esa tarea paradójicamente fueron acompañados por Marx y los anarquistas. Un poco más tarde se logró establecer un equilibrio entre la economía y la política cuando la sociedad y los trabajadores aceptaron la autorregulación de la economía de mercado y los empresarios aceptaron, a su vez, la autoprotección de los trabajadores impulsada por los sindicatos y la administración pública (Polanyi, La gran transformación). 
A diferencia de otros países de AL, en el nuestro se impuso (en el 90) el neoliberalismo extremo que estableció una economía de mercado más o menos estable y una alta volatilidad de la política que hasta ahora no se resuelve.  La solución de este problema pasa por la revalorización de la política, del Estado y de los partidos y por el establecimiento de un equilibrio estable entre el Mercado y Estado. La crisis que se avecina puede ayudar a establecerlo.
Fuente: Diario La República (Perú). 29 de noviembre del 2012.

Recomendado:

Cómo construir un partido fuerte. Steven Levitsky.