¿Qué es ser un caviar?
Por: Pablo Quintanilla (Filósofo)
La palabra caviar fue acuñada a principios de los ochenta en Francia,
durante el gobierno de François Mitterrand, básicamente por los sindicalistas y
comunistas franceses. Estos veían con cierta sospecha e incomodidad —y
probablemente con algo de envidia— que un grupo de entonces jóvenes
intelectuales, con muy buena formación universitaria y de procedencia burguesa,
tuviera el atrevimiento de considerarse de izquierda, algo que, según los
comunistas, solo ellos podrían ser: gente del pueblo trabajador. Para el
determinismo histórico de la ortodoxia marxista, “el ser social determina la
conciencia social”, con lo cual resulta inauténtico que se considere de
izquierda a alguien que no pertenece al proletariado. Un joven y fino
intelectual de izquierda sería un bobó, contracción de bourgeois-bohème, o un
caviar.
La palabra caviar fue acuñada a principios de los ochenta en Francia,
durante el gobierno de François Mitterrand, básicamente por los sindicalistas y
comunistas franceses.
A esos intelectuales se les acusaba de atribuirse a sí mismos una mayor
conciencia política o responsabilidad social, dada su formación intelectual, y
un cierto, aunque nunca reconocido, desdén por el proletariado poco educado.
Algunos de estos célebres caviares, egresados del exclusivo colegio Henri IV de
París, fueron ministros de Mitterrand, como Laurent Fabius, Jacques Lang y el
ahora célebre Dominique Strauss Kahn. Es interesante que la acusación de caviar
procediera de una ultraizquierda poco sofisticada intelectualmente y celosa de
la preparación intelectual de los supuestos caviares. Más interesante aún es
que el calificativo de caviar presuponga, de parte de quien lo emplea, una
concepción marxista ortodoxa de la historia según la cual hay incompatibilidad
entre proceder de los sectores burgueses y tener un pensamiento progresista.
En el caso peruano, quienes usan el término caviar, además de evidenciar
poca creatividad y desconocimiento del origen de la palabra, también son
ultras, aunque del lado opuesto del espectro político, y envidian una
preparación intelectual que ciertamente no tienen y quisieran tener. Se
mantiene el uso francés descalificador que sugiere cierta absurda
incompatibilidad entre ser de origen burgués y considerarse progresista. Debo
confesar que el término caviar siempre me ha parecido frívolo y esnob, o sea
bobó. En el Perú solo lo he escuchado en boca de pequeños burgueses
fundamentalistas poco cultivados y con apenas algunas lecturas en su haber. Lo
he leído en personas que, o no han pasado por ninguna universidad de prestigio,
o lo han hecho a trompicones, salvándose de ser expulsados de ellas gracias al
azar o a la mala suerte. Esto último puede ser demostrado empíricamente.
En el contexto francés el término sugiere incompatibilidad entre ser
burgués y tener convicciones políticas de izquierda; en el caso peruano esa
connotación también está presente, pero no parece lo principal. De hecho,
muchos de quienes son acusados de caviares son de clase media, pero los hay
también de extracción popular. Quienes usan el término en el Perú lo emplean
sobre todo de manera ideológica y aludiendo a una supuesta inconsistencia
existencial: se califica a alguien de caviar si tiene opiniones de izquierda
pero vive con cierta comodidad; por ejemplo, si tiene una casa, un auto y manda
a sus hijos a un colegio privado. Es evidente que aquí no hay incompatibilidad
de ningún tipo, lo que hay es solo supervivencia, pero me parece que en el Perú
el solo uso de la palabra implica cierta mauvaise foi, en el sentido habitual y
en el sartreano: mala intención y autoengaño.
En algunos casos, con el término caviar se alude a quienes tuvieron un
pasado marxista y ahora trabajan en ONG, intentando construir instituciones,
aliviar en algo la pobreza del país o defender la democracia y los derechos
humanos. Me pregunto cuál es el problema con ello. Debería haber más gente cuyo
trabajo tenga esos objetivos, independientemente de su ideología política y de
su pasado. También se suele utilizar la palabra para calificar a aquellos que supuestamente
“se enriquecen” trabajando en instituciones sociales o defendiendo los derechos
humanos. Debo confesar que me parece impensable que alguien pueda enriquecerse
de esa manera, sabiendo cuáles son los salarios habituales en esas
instituciones. Más fácil sería enriquecerse vendiendo la línea editorial de un
diario al mejor postor, decidir convertirlo en un medio de prensa de
entretenimiento o, simplemente, alquilar el lapicero que uno usa, con mano y
todo.
Dado que es absurdo censurar a alguien por trabajar en lo que él o ella
considera que es el bien del país. Sospecho que lo que en verdad se reprocha
cuando se acusa a alguien de caviar es otra cosa. En el imaginario de los
nuevos talibanes peruanos, es caviar quien no está satisfecho con que el
mercado lo regule todo y cree que el Estado debe tener algún tipo de
responsabilidad en que la sociedad sea algo más justa. Es caviar quien osa
cuestionar algún rasgo de la sociedad capitalista y sospecha que Occidente
tiene cierta responsabilidad en la pobreza del tercer mundo. Es caviar quien ha
leído los libros prohibidos escritos por Marx o Mariátegui, incluso si lo ha
hecho para cultivarse, para cuestionarlos o, simplemente, para saber por qué
son tan peligrosos. Es caviar quien no se resigna a que el mundo sea un
sitio doloroso, inhóspito y absurdo para mucha gente, mientras que para otros
es un ridículo y aburrido parque de diversiones.
hoy día son liberales que piensan que lo único que debe estar en manos
del Estado son las Fuerzas Armadas, pues todo lo demás debe ser privado.
Conozco a alguien que piensa que se debe privatizar Machu Picchu para construir
al lado de este un parque temático.
Para ciertos sectores sociales y políticos del Perú, quien no cree que
la privatización absoluta resolverá todos los problemas del país está al borde
del delirio, es un tonto o un caviar, de la misma manera como en los setenta
quien no era marxista era un despreciable enemigo del pueblo. Si uno piensa que
el Perú tiene demasiadas diferencias de partida como para que el liberalismo
funcione bien sin suficiente presencia del Estado, o si uno cree que el
desarrollo no se logra solamente con crecimiento económico, casi debe pedir
disculpas ante quienes han convertido al mercado en un templo de adoración del
dinero. Estos talibanes criollos son económicamente pero no intelectualmente
liberales, es decir, no aceptan realmente la libertad de pensamiento. Son tan
sectarios como Stalin, Mao, G. W. Bush o el doctor Goebbels.
Estos talibanes criollos son económicamente pero no intelectualmente
liberales, es decir, no aceptan realmente la libertad de pensamiento. Son tan
sectarios como Stalin, Mao, G. W. Bush o el doctor Goebbels.
Percibo en el Perú, por tanto, una nueva invasión bárbara, semejante a
aquellas que tuvieron que soportar en diversos momentos de la historia
distintos epicentros culturales cuando se vieron obligados a protegerse de
oleadas de desinformados truhanes, enemigos de la vida intelectual por falta de
comprensión de ella. Esta asonada bárbara es el producto de una triple alianza:
el más inculto sector de la derecha política, un grupo de periodistas
mercenarios que tiene una larga historia de recibir salario de la mafia, y una
facción ideológica ultraconservadora. De esta última podría considerar la
posibilidad de que actúe con buena intención, pero no tengo dudas de que es
intelectualmente menesterosa.
Si es un caviar aquel que, teniendo buena educación y posición
económica, piensa que el Perú tiene estructuras sociales injustas que deben ser
reformadas desde el Estado y no solamente por el mercado, supongo que el primer
caviar fue Garcilaso de la Vega y otro caviar connotado habría sido Huamán Poma
de Ayala, no se diga nada de Túpac Amaru, el deán Gualberto Valdivia o Juan
Pablo Vizcardo y Guzmán. También lo serían, algo más reciente, Ricardo Palma y
Jorge Basadre, además de los hermanos Miró Quesada, ya fallecidos y, estoy
seguro, deprimidos en su tumba al ver el rumbo que ha tomado lo que ellos con
tanto esfuerzo construyeron. Todos ellos cometieron un terrible error: notaron
que la sociedad peruana era injusta y lo denunciaron. A quienes se beneficiaban
de esas injusticias eso no les gustó, pero lo aceptaron porque sabían que dicha
denuncia tenía por lo menos un elemento de verdad. Ahora, sin embargo, la
triple alianza arremete con desfachatez, con lo cual, para ella, casi todos los
intelectuales que ha dado el país pasarían a formar parte de una gran
caviarada. Según la triple alianza, es caviar quien tiene el desparpajo de
sugerir que el mercado no resuelve todos los males del universo y que, de vez
en cuando, el Estado tiene que intervenir, como el fantasma del padre de
Hamlet, para recordarnos que algo huele mal en Cajamarca.
Es particularmente desafortunado que el nieto de uno de los más
interesantes intelectuales que ha dado el país (cosa que hay que reconocerle al
autor de los Siete ensayos, incluso si uno no coincide con sus posiciones
políticas, como es mi caso), esté entre quienes más ha hecho por destruir el
legado intelectual de su abuelo, pero no con ideas sutiles y finos argumentos,
como lo haría el intelectual que murió demasiado joven, sino con atropellado
‘achoramiento’, como lo hace el periodista de envejecidas ideas. Pienso que en
ese Edipo transgeneracional hay el sentimiento, verdadero, por otra parte, de
que mientras el abuelo seguirá siendo estudiado internacionalmente dentro de
doscientos años como un clásico de las letras peruanas, el nieto no será leído
al día siguiente de que su diario cierre por coprofágica indigestión. Como el
nieto no puede competir con el abuelo en el terreno de las ideas, trata de
diferenciarse de él cultivando un camorrero estilo de bravucón. No es extraño
que, así como los comunistas franceses envidiaran la formación intelectual de
aquellos a quienes llamaban caviares, este personaje utilice el mismo
calificativo para describir a los académicos que tienen una formación
intelectual mayor de la que él jamás podría alcanzar.
A pesar de la furiosa arremetida de la triple alianza, el Perú está
pasando por una importante transformación. Remando en contra de la corriente y
navegando con viento de proa, los estratos sociales emergentes se las están
arreglando, con el esfuerzo tenaz de su trabajo y el mérito de su imaginación,
para educar a sus hijos y ponerlos en una mejor situación de la que ellos
tuvieron, de manera que puedan competir en un partido que empieza con la cancha
desnivelada y el árbitro en contra. Esta transformación se va dando pero a paso
lento, porque acontece en contra de todas las políticas gubernamentales de los
últimos quinientos años. Si el actual gobierno continuará esa estrategia o no,
es algo aún por verse.
Debo confesar que cuando escucho la palabra caviar en su sentido
político figurado (en el otro sentido casi no la escucho), inmediatamente
pienso que estoy frente a una persona con muy poca preparación intelectual,
bastante frívola, con un coeficiente intelectual más bien discreto y que se
deja manipular por una prensa venal que se alió durante una década a la mafia
más vil y corrupta que ha conocido el Perú. Nunca he escuchado el término en
boca de un intelectual fino, independientemente de su posición política, solo lo
he leído en la prensa amarilla o lo he escuchado en alguna reunión social en
boca de personas cuya educación se reduce al mínimo para poder sobrevivir en el
mercado. Jamás he oído a Mario Vargas Llosa hablar de los caviares. Durante
muchos años él fue el oráculo de Apolo délfico de los liberales criollos, hasta
que decidió no votar en segunda vuelta por un grupo probadamente corrupto y
prefirió correr el riesgo de apoyar a un impredecible grupo de centroizquierda.
Cuando eso ocurrió, inmediatamente fue catalogado de neocaviar, fue cubierto de
insultos y su familia fue amenazada. No se le reconoció su derecho de opinar.
Así actuaron los cazadores de caviares, en nombre de la libertad.
No soy de izquierda y nunca lo he sido, nunca he estado inscrito en
partido político alguno, aunque siempre me he considerado una combinación de
socialcristiano y socialdemócrata. En la década de los ochenta, muchos de mis
amigos y conocidos se consideraban de izquierda y me veían a su derecha porque
yo pensaba que el mercado es el mejor regulador de la economía. Pero siempre
defendí, y sigo haciéndolo, que el Estado tiene un rol pedagógico y corrector
de las distorsiones que el mercado, casi inevitablemente, generará. El mercado
no es perfecto y, sin duda, no es un agente moral; con frecuencia produce y
mantiene situaciones inhumanas, injustas, indignas y aberrantes. Por ejemplo,
si uno sobrepone el mapa minero del Perú al mapa de la pobreza descubrirá con
sorpresa ingenua que las regiones que producen la riqueza minera de la que vive
todo el país y que posibilita el crecimiento económico de los sectores A y B,
son las zonas más empobrecidas del Perú. Esa obvia paradoja prueba que el
mercado no lo resuelve todo. Si la mano invisible fuera perfecta y condujera
inevitablemente al bien común, ya lo habría hecho. ¿Por qué se demora tanto? La
mejor prueba de que la mano invisible no es perfecta es que la economía mundial
no es perfecta. La mano invisible no es la mano de Dios, es una superposición
de muchas manos humanas y, como actualmente resulta obvio, genera crisis y
situaciones injustas. ¿Quién debe resolver esos problemas, si se producen?
Naturalmente el Estado, que sí es o, por lo menos, debe ser un agente moral.
Quienes administran el Estado nos representan y actúan en nuestro nombre. Les
hemos concedido, a través de un pacto social tácito que incluye su
financiamiento con nuestros impuestos, el derecho de gobernarnos, de impartir
justicia, de regular la vida social y la educación, de decidir en algunos
aspectos puntuales qué podemos hacer con nuestras vidas y qué no. Tenemos, por
tanto, el derecho de exigirles que hagan lo indispensable para que la libertad
económica no produzca perversiones. Los coyunturales administradores del Estado
tienen la obligación de ocuparse en convertir a nuestra sociedad en una
comunidad digna y justa, de seres humanos responsables y comprometidos
moralmente.
Creo todo esto desde que tenía aproximadamente dieciséis años y
conversaba sobre estos temas con mi padre frente al mar. Ahora bien, cuando yo
sostenía estas tesis durante los ochenta, tenía amigos que se consideraban
socialistas y que me acusaban, afectuosamente, de ser un conservador
enmascarado, un derechista encubierto y, por tanto, un enemigo del pueblo. Yo
nunca pensé serlo. Lo curioso, en todo caso, es que muchos de esos amigos ahora
se han convertido al liberalismo económico más fundamentalista y están
largamente a mi derecha. Yo no me he movido en el espectro político, pero los
he visto desplazarse desde mi izquierda extrema hacia mi derecha más radical
como un toro que pasa a la velocidad de un rayo al lado de un torero sin capa,
el cual, atónito, observa una rapidez inesperada. Estos amigos que alguna vez
defendieron honestamente la dictadura y las estatizaciones de Velasco
Alvarado
Fuente: Diario 16 (Perú). 23 de abril del 2012.
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